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Dimensión antropológica

II. SIGNIFICACIÓN DEL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN

En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado...en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación...El es imagen del Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto...En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo ser humano (G.S. n. 22).
Dada la trascendencia de este texto conciliar y teniendo en cuenta la brevedad de este artículo, he preferido recoger algunos apartes de un estudio más amplio, que he hecho sobre este mismo número 22: su significación dentro de la Constitución Pastoral G. S, su génesis a todo lo largo del desarrollo del Concilio Vaticano II, su exégesis, y finalmente, su sentido y amplitud como antropología cristiana y universal.
1. La concepción que Jesús mismo tenía del misterio de la encarnación
Quizás se ha tratado este misterio desde el punto de vista abstracto o, a veces, de modo muy especulativo, tanto en el caso de Jesús como en el caso de todo ser humano, sin descubrir las implicaciones concretas en cuanto al comportamiento tanto individual como social. Por eso con toda razón el P.Tillard dice:
Hay que confesar que cierta escolástica que ha reducido el tratado de Verbo Incarnato a simples proezas metafísicas de la naturaleza y de la persona, el supuesto y la substancia, apenas ha prestado a la Iglesia el servicio que debe esperar de la reflexión teológica. Esto nos parece grave, pues la Encarnación lleva en sí un valor salvífico propio y radicalmente irreemplazable11.
A fin de evitar especulaciones acertadas o no y acercarnos más, no sólo a la realidad ontológica de la Encarnación, sino sobre todo, a su significación dentro de la economía salvífica de Dios, quizás lo más conducente, aunque parezca extraño, será recurrir a la comprensión que Jesús tenía de este misterio, tal como acontecía en Él mismo y lo vivía, y tal como lo anunció partiendo de su propia experiencia.
Es muy ilustrativo, para entender esta comprensión del misterio como Jesús lo entendía y anunciaba, volver sobre lo que fue seguramente el primer núcleo, punto de partida del n. 22 de G S, y que ya se encontraba en el primer texto del famoso Esquema XIII, que fue presentado a la consideración de los Padres en el aula conciliar, (Congregación General 105, octubre 20 de 1964)12 y sería luego la Constitución Pastoral Gaudium et Spes. Curiosamente este pequeño núcleo en cuestión y que luego daría origen al n. 22, no se encontraba en ninguno de los cuatro capítulos, que contenía, en ese momento, el Esquema XIII, sino en el Anexum I, y allí su función era fundamentar doctrinalmente dicho Anexo, cuyo título era: «De Persona humana in Societate». Es muy diciente el título que llevaba ese pequeño núcleo doctrinal: De sensu hominis in revelatione Jesu Christi .
El aparte de ese núcleo, que aquí nos interesa, es:
Ideo Christus solus novit hominem, ipse scit quid sit in homine. Non solvit legem, sed extollens eius interiorem praestantiam perficit omnem legem. Ipse novit intima secreta hominis et ad cor eius loquitur, unde omnis cogitatio el omnes actos voluntatis el amoris procedunt. Agnoscentes in eis nosmetipsos, in ipsis simul agnoscimus Christum13.
Por eso deja de ser menos extraño que intentemos saber cómo Jesús comprendía al hombre y cómo en concreto le decía al hombre lo que el hombre es.
Un análisis de las parábolas de Jesús no ya como formas empleadas y hasta nacidas en contextos vitales propios de la Iglesia primitiva, o bien en el contexto vital al que correspondían las intencionalidades de los tres primeros Evangelios, sino en cuanto consideradas, ellas mismas, en entera vinculación con la persona y experiencia misma de Jesús14 y, en lo posible, con las intencionalidades del mismo Jesús15, arrojaría los siguientes resultados:
a) Las parábolas son un lenguaje para expresar el acontecer de la acción de Dios Creador en Él, que Él experimenta y con las características que de Él siente en el contacto inmediato con Dios su Padre.
b) Jesús pretende hacer tomar conciencia a los que le escuchan de cómo Dios crea a los hombres, esto es, aconteciendo en ellos y, en consecuencia, cómo Dios actúa en cuanto Creador de seres humanos. De donde se sigue cual es el concepto que Jesús tenía del ser humano, a saber, alguien con quien Dios hace comunión para que sea realmente hijo de Dios.
c) Jesús hace este anuncio, del Reino de Dios Creador, para que sus oyentes, siendo conscientes de este modo de proceder de Dios, que obra personalmente en ellos, asuman su vida y sus comportamientos cotidianos en entera coherencia con esa realidad divina.
Estos resultados tan sintéticos piden alguna ampliación:
Jesús pretendía con sus narraciones parabólicas, que sus oyentes descubrieran y sintieran en ellos mismos el obrar de Dios y se comprometieran éticamente con ese proceder, de la misma manera como el mismo Jesús descubría, percibía y se comprometía con ese mismo Dios, su Padre, que acontecía humanizándose en Él, haciendo incondicionalmente su voluntad, voluntad expresada para Él en ese mismo acontecer, en cuanto percibido conscientemente por Jesús.
La parábola en sí misma es una modesta narración de lo mundano y de lo cósmico, pero lo que Jesús buscaba, no era precisamente comparar lo mundano y cósmico con lo divino, sino mostrar un acontecer, a fin de establecer, de esa manera, una relación con el oyente, que lo dispone y lo mueve a que en Él también acontezca lo que en mismo Jesús acontece16. Por su parte E. Schweizer dice:
Pero todavía más importante es cómo (Jesús) hablaba de Dios. El narra parábolas. Una parábola solo puede entenderse si uno se deja mover por ella. La parábola puede decir hoy una cosa y mañana otra. Una parábola no se posee para siempre. Naturalmente, uno la puede aprender de memoria y, en este sentido, se la puede «poseer»; pero lo que significa en esta o en aquella situación, nunca lo sabemos de antemano. Si Jesús habla de Dios en parábolas, lo hace así porque sabe que Dios es un Dios vivo que siempre nos habla de una forma nueva y que nunca tenemos a nuestra disposición17.
Y en otro lugar afirma:
Su «extrañeza» (la de Jesús) consistía en que Él contaba con la presencia de Dios en todo su hablar, obrar y padecer. Por eso se expresa en parábolas, porque contaba con que luego sería el mismo Dios el que hablaría en el corazón de sus oyentes y les diría lo que eso significaba para ellos18.
El contenido propio de este lenguaje que junta en un mismo acontecer la relación de Dios con Jesús, así como la relación de Dios con el oyente19, no puede tener su origen en otra cosa que en la relación de inmediatez de Dios con Jesús mismo.
Por eso se entiende el por qué de la necesaria vinculación de la parábola con la experiencia de Jesús; en efecto, si en Jesús mismo no hubiese estado aconteciendo la real presencia de Dios con toda su libertad, las parábola no habría tenido el efecto pretendido por Jesús. Porque ese mismo acontecer no sólo era el contenido de la parábola, sino al mismo tiempo la garantía de su eficacia; de lo contrario, habría carecido de capacidad para disponer al oyente a abrirse a la relación de Dios con él, de tal manera que pudiese Dios acontecer en él, en el mismo sentido en el que acontecía la presencia personal de Dios en Jesús.
La Comunidad cristiana primitiva, supuesta la experiencia pascual, comprendía, muy movida por la tradición de la predicación de Jesús, particularmente sus parábolas, que Jesús, y su historia en cuanto narrada en la Comunidad era la Parábola20 con la cual Dios humanizado se decía, Él mismo, en el hombre Jesús para que los hombres comprendieran lo que ellos mismo eran. Esta es precisamente la intención del Concilio cuando afirma:
En la misma revelación del misterio del Padre (el misterio del Verbo encarnado) y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (G S n. 22).
Se desprende, pues, con facilidad, que en el misterio de la Encarnación, tal como Jesús lo experimenta, lo comprende y lo compromete como hombre, en el cual Dios acontece a plenitud, lo que está implicado es la manera como Dios actúa creando a los seres humanos, esto es, habitando en ellos, -por la acción del Espíritu Santo, como precisaría luego la Iglesia primitiva- trascendiéndose en ellos y por lo tanto humanizándose en los mismo hombres.
Esta manera de actuar de Dios, en su tarea por crear al hombre, tiene una finalidad específica, a saber, hacer de los seres humanos verdaderos y reales hijos de Dios, participándoles la divinidad, haciendo comunión (koinonía) con ellos y dándose aconteciendo personalmente en ellos por su Espíritu, y por la misma razón, haciéndolos inmortales, liberándolos por ese mismo hecho, del poder de la finitud que tienen los elementos contingentes o corruptibles, que también componen al ser humano terrestre. Esta comprensión del sentido del hombre revelado en Jesucristo es ya doctrina común de San Pablo -como lo veremos más adelante- y admirablemente recibida e interpretada por la penetrante Cristología de San Ireneo; según él en la Encarnación Dios hace comunión (koinonía) con el hombre con el fin de participarle su incorruptibilidad o su inmortalidad21.
2. La antropología cristiana
El hombre que Dios revela en el misterio de la Encarnación, no es el hombre meramente biológico, compuesto de «alma y cuerpo» o el «animal racional», o «animal que posee razón» o «cosa que es material y espiritual» o «materia biológica con capacidad de replegarse conscietemente sobre sí misma»; ni es el hombre que es una concepción particular de una religión o de una creencia; sino la autenticidad del hombre real y total que es común a todo hombre y que por lo tanto interesa y toca a la universal humanidad.
La pretensión del Concilio Vaticano II a todo lo largo del tratamiento del Esquema XIII, que sería luego la Constitución G.S., era configurar desde la revelación22, una Antropología Cristiana23, que fuera luz para todos los pueblos, mostrando qué es el hombre real e ideal deseado por Dios mismo, y así poder ofrecer un fundamento doctrinal firme, sobre el cual se asentara coherentemente todo el entramado de la vida de toda la humanidad: sus núcleos básicos, sus responsabilidades sociales a todos los niveles, la armonía de todas las culturas situadas sobre una imagen subyacente de hombre auténtico y consecuentes con esa misma imagen en sus escalas de valores, frente a los problemas sociales, políticos, económicos y religiosos, que perturban la comunidad internacional y así se pudiera asegurar una paz mundial.
Pero también los teólogos, que no solo participaron en el Concilio sino que luego se pronunciaron para explicitar los propósitos del mismo, ven en los dos primeros capítulos una auténtica e intencionada antropología cristiana24. Más aún, con relación al n. 22, el Concilio pretendía mostrar, en el misterio de la Encarnación, el fundamento último de la dignidad de la persona humana y por lo tanto, es allí, en su propio acontecer, donde se dibuja la antropología cristiana, o el hombre en su total dimensión25.
Pero al decir que allí se trata de una antropología cristiana, no se quiere reducir a una antropología particular, o a la concepción humana de una determinada creencia religiosa, ni tampoco a una antropología del monopolio de los cristianos. Fue intención, varias veces manifestada en el Concilio por los Padres, que esta antropología, en cuanto revelada en el misterio de la Encarnación, es revelación del Dios único, para la universal humanidad; de allí, entonces que el hombre revelado en Jesús de Nazaret es todo hombre, el hombre universal26.
La novedad de la Antropología Cristiana ya aparece claramente visualizada en el Nuevo Testamento. En efecto, la Comunidad cristiana primitiva, a partir de la experiencia pascual, comprendió que la humanización de Dios en el hombre, o la trascendencia de Dios, haciendo comunión de vida divina con Él, ya realizada en su plenitud en Jesús y percibida y anunciada por Él mismo, era posible por la acción personal del Espíritu de Dios que habita en el hombre mismo (Rm 8, 5-11; 1 Co 3,16). Esto quiere decir, que Dios hace presencia personal actuante en nosotros por su Espíritu y de igual manera el Hijo de Dios encarnado también actúa personalmente en nosotros por su Espíritu (Flp 3,10; 1 Co 2,1-5; 2 Co 4,7-12). Brevemente, el Padre y el Hijo encarnado acontecen en nosotros, se humanizan, se hacen historia, por la acción personal del Espíritu.
Según San Pablo, la función del Espíritu, que habita en nosotros, consiste en hacernos hijos de Dios, como Jesús:
En efecto todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios, pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar Abba! Padre (Rm 8,14s). Es decir, de la misma manera que Jesús en Getsemaní (Mc 14,36).
Pablo más adelante afirma: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16). Según esto, Pablo considera como integrantes del hombre revelado en Cristo, el Espíritu de Dios y el espíritu del hombre y además su materia corpórea. Esto significa, entonces, que para Pablo el cuerpo no es solamente la materia corpórea, sino todo el hombre terreno y corruptible o finito, con su espíritu también terreno y corruptible o finito, mientras que su alma o el Espíritu que configura todo el hombre terreno y lo diviniza, es el Espíritu de Dios (1 Co 15,452-50; 2 Co 4,7-5,5).
Esta Antropología se refleja en la doctrina del mismo Pablo sobre la Comunidad cristiana como Cuerpo del Señor en sus cartas auténticas (Rm 12, 4-13; 1 Co 12, 1-30). Aquí la cabeza no se menciona y con toda razón, mal haría Pablo desde su visión propia identificar a Cristo con una parte del cuerpo, como es la cabeza; por eso la función de Cristo en la comunidad no es propiamente ser cabeza -como sí ocurre en Cartas de discípulos de Pablo, como Colosenses y Efesios y cuyas razones habría qué explicar- sino ser el Espíritu, o el alma de la Comunidad, dándose personalmente a ella por medio de su Espíritu y configurándola como su propio cuerpo; (Rm 8,18-13; 2 Co 3,17-18) pero aquí no se trata solamente de la comunidad en su conjunto sino de cada uno de sus miembros, (Rm 12,5;1 Co 12,27) de lo contrario tal doctrina no sería real ni concreta.
De allí, entonces que en la Antropología cristiana, el Espíritu de Cristo o las primicias del Espíritu, que habita en nosotros, es propiamente nuestro espíritu o nuestra alma, porque su función es configurarnos con esa imagen que se revela en Jesús (Rm 8,29).
Es oportuno y consecuente con la comprensión paulina de la Encarnación, hacer referencia a la manera como se recibió esta doctrina desde la Época de los primeros Padres de la Iglesia.
El P. Orbe en su penetrante estudio sobre la luminosa Cristología de San Ireneo, descubre esa antropología revelada en el Verbo Encarnado. Para San Ireneo el orden de la economía humana sería así:
a) primero el plasma; b) luego su animación que le constituye «hombre animal»; c) por fin, la comunión del Espíritu, que le hace el «hombre espiritual»... «El plasma y el alma no hacen todavía al hombre espiritual perfecto, de San Ireneo (resp. de San Pablo). Componen al hombre animal destinado a «Espiritual»27.
En términos muy semejantes se expresa E. Schweizer:

Adán se convirtió sólo en «alma viviente», cuando Dios le insufló el «alma» o el «hálito de vida» (Gn 2,7). Esto es lo que somos nosotros: una persona viviente, dotada de un alma. Y si se puede decir algo más de nosotros, esto sólo es posible porque Cristo llegó a ser algo más que Adán. El se hizo «espíritu viviente» (o «espíritu que crea la vida») como dice Pablo. Así, pues, en Cristo, el Espíritu creador de Dios se hizo de tal manera viviente que nos proporciona una vida real y definitiva, y nos establece como «cuerpo espiritual» o como «hombre celestial28.
El P. Orbe señala a qué limitaciones insalvables podría llevar si el hombre real solo tuviera las dimensiones que percibe la filosofía, y por eso dice:
El concepto estricto de anthropos, compuesto de alma y cuerpo, prescinde de la economía de Dios sobre Él. Y como Ésta une lo antropológico, la cosmogonía y lo soteriológico y aún lo trinitario; el hombre de la filosofía, aceptable quizás en pura hipótesis, apenas resuelve nada en el actual orden de cosas»29. Y luego agrega, quien concibe al hombre como simple animal racional, compuesto de alma (racional y libre) y cuerpo, corre el peligro de presentarle como una especie más; perfectible en sus individuos, dentro del orden moral, pero sin salir nunca de las fronteras de lo humano. La especie como tal hará progresos hacia fuera en las ciencias, en el arte y en la técnica; hacia adentro en lo moral. Pero jamás se supera a sí30.
Pero estos tres elementos (carne, alma y Espíritu de Dios) no se unifican por yuxtaposición, ni siquiera por unión de partes, sino que hacen una sola substancia o unión personal. Luego comenta el P. Orbe: El hombre perfecto resulta de la unión del cuerpo, alma y espíritu, o de la unión de nuestra humana sustancia compuesta de cuerpo y alma y el Espíritu de Dios31.
Muy cercana a esta concepción del hombre se sitúa la percepción que tiene el P. Kolvenbach sobre la persona humana ideal que se revela en el misterio de la Encarnación y que propone como punto de partida de las escalas de valores que se deben descubrir y promover en las ciencias de una Universidad jesuítica: «Pertenece a la realidad misma del hombre su transfiguración en Cristo por la potencia del Espíritu»32.
3. Una ética individual y social coherente con una antropología cristiana
Si se leen cuidadosamente los Evangelios y se atiende, no sólo a los hechos y comportamientos de Jesús, sino a sus instrucciones y exhortaciones, se decubriría que su modo de proceder es una absoluta coherencia con la «plenitud del Dios vivo que habita en Él» (Col 2,9) y una fidelidad u obediencia incondicional a su voluntad, voluntad que Él percibe, y precisamente, en el continuo contacto inmediato con el acontecer de Dios en Él.
Por otra parte sus instrucciones no son propiamente un conjunto de normas morales, sino, más bien, promoción de actitudes y comportamientos que sean coherentes con la realidad del Dios vivo, que habita en todo ser humano. Tal era justamente el propósito buscado por Jesús en sus parábolas.
Parecería que el discurso de Jesús en el monte, (Mt 5-7) en cuanto colección de numerosas y pequeñas unidades de tradición, independientes y hasta de diverso origen, pero ensambladas, en gran parte, según una lógica de secuencias literararias intencionadas, pero que además siguen muy de cerca o reflejan la directa predicación de Jesús, se presentaría ante un lector desprevenido y menos crítico, como intolerables en algunas partes, o como contrarias al sentir común en otras o, en fin, como exageradas o demasiado exigentes.
Por eso, este discurso, no resulta auténticamente inteligible si no se presupone el anuncio del Reino de Dios, tal como fue entendido por el mismo Jesús; o en otros términos, si el que lo lee o lo escucha, no se sitúa vitalmente en la misma experiencia que Jesús tenía de la relación de Dios con Él. Esto quiere decir, que quien lea o escuche este discurso de Jesús en el monte, desde la óptiva vital de la soberanía de Dios en sí mismo y se haga responsable de Dios como creador, con relación a sus hermanos, como lo hizo Jesús, el contenido de este discurso resulta coherente con el Reino de Dios realmente aconteciendo o, lo que es lo mismo, auténticamente vivido.
Es aquí donde podemos entender y hasta tratar de configurar lo que debe ser una Ética cristiana, en cuanto coherencia, conscientemente comprendida, asumida y continua, con la realidad del Dios vivo, que habita en nosotros, moviéndonos e impulsándonos en nuestros comportamientos cotidianos y que se deja sentir en su mismo acontecer, en nuestra interioridad consciente por la acción personal del Espíritu de Dios (Rm 8,26-27).
Por eso, en consecuencia, el hombre total y auténtico, que se revela en Jesús, solo puede desatar una Ética coherente y consecuente con su propia realidad, también divina, si se abre conscientemente a la acción del Espíritu de Dios y se deja guiar mansamente por ese mismo Espíritu; (Rm 8,14) y esto es justamente lo que constituye al hombre en cuanto divino, o lo diviniza o lo hace hijo de Dios, o sea, auténtico ser humano.
El P. Kolvenbach repite, en varias de sus alocuciones sobre la tipicidad de la educación en una Universidad Jesuítica, algunas fórmulas, aunque con variantes secundarias. Me permito transcribirlas, dada su significación en el contexto de tales documentos:
La reducción del mensaje evangélico a la sola dimensión socio política, robaría a los pobres lo que constituye un supremo derecho suyo: el de recibir de la Iglesia el don de la verdad entera sobre el hombre y sobre la presencia del Dios vivo en su historia33.
En un College o Universidad de Jesuitas el conocimiento de la realidad total resulta incompleto, y hasta no verdadero, si le falta el conocimiento de la humanizadora Encarnación de Dios en Cristo y la divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu34.
Por eso tenemos que subrayar fuertemente que para la Universidad Católica queda manca esa realidad del hombre sin el misterio de la Encarnación, que es la historización de la divinidad y la divinización de la historia35.
En una Universidad como ésta, el conocimiento de toda la realidad queda inacabado -y desde este punto de vista, no se podría llamar verdadero- sin el complemento de lo que significa la Encarnación humanizadora de Dios en Jesús y la divinización de la humanidad por el don del Espíritu36.
Estas recurrentes afirmaciones del P. General están en entera correspondencia con todo lo anteriormente visto y cuyo núcleo lo constituyen las dos siguientes expresiones:
Primera: «el conocimiento de la humanizadora Encarnación de Dios en Jesús».
Aquí se trata de una descripción densa y estereotipada de lo que es realmente el ser humano que se revela en el caso de Jesús, o sea la Antropología cristiana.
Segunda: «el conocimiento... de la divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu».
Divinización no es, en este contexto, un lenguaje mítico o para expresar que una realidad creatural o finita deje de serlo, para convertirse entitativamente en otra realidad divina o infinita. Esta segunda expresión no es desvinculable de la primera; más bien, expresa la coherencia del comportamiento humano, supuesta la Antropología cristiana.
Se trata, pues, nuevamente, de una descripción densa, estereotipada y además fundamental, de lo que debe ser una Ética cristiana.
¿Qué se quiere decir, entonces con la expresión «el conocimiento... de la divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu, en cuanto ética cristiana? ¿O a qué corresponde en la esfera de lo concreto y de los comportamientos prácticos?
Para responder a estas preguntas, resulta obligado y determinante, volver de nuevo a la Encarnación en el caso de Jesús, como norma y como criterio. Ya habíamos visto, más arriba, que en este misterio, tal como fue experimentado, comprendido y anunciado por el mismo Jesús, se nos revela, que Dios crea al hombre trascendiéndose en Él, humanizándose en Él, o en forma más penetrante para lo que estamos buscando, haciendo comunión (koinonía) con el hombre, dándose incondicionalmente a Él, y por la misma razón, participándole su vida o su divinidad, para que fuera realmente hijo de Dios y no muriera nunca, esto es, infinito inmortal.
Pero esa divinidad dada o participada concedida al ser humano por la acción del Espíritu de Dios, si no encuentra resistencias en la finitud del hombre, como fue el caso de Jesús, lo lanza también incondicionalmente al servicio de sus hermanos, preferentemente en favor de lo más débiles y desprotegidos; o lo que es lo mismo, lo lanza a hacer comunión (koinonía) con sus hermanos, participándoles todo lo que le es dado, a saber, lo divino, su misma vida.
Es de gran significación para precisar más la imagen ideal del hombre deseada por Dios y revelada en la Encarnación y por lo tanto criterio último de los valores cristianos, tener en cuenta un logion, o sentencia de Jesús, que sorprendentemente se encuentra repetido, con pocas variantes, en los cuatro Evangelios37, y con igual sentido en numerosos lugares del resto del Nuevo Testamento38.

La forma original del logion parece encontrarse en Marcos (8,35)39 y es no solo premarcana sino, según algunos críticos, posiblemente auténtica palabra de Jesús; y si prescindimos ahora de las adiciones hechas, por razones claras, por este evangelista, tendríamos el logion original40: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida, la salvará»
La fórmula, en todos los paralelos de los cuatro Evangelios y hasta en los de sentido, del resto del Nuevo Testamento, se encuentra en contexto del seguimiento del Crucificado y probablemente responde a contextos históricos de persecución41, o en otros términos, se trata de un empleo de un logion de Jesús para expresar, ya en la comunidad cristiana, el Bautismo, como una identidad con Cristo crucificado, lo que es lugar común en todo el Nuevo Testamento.
El logion ya en labios de Jesús significa el ideal del ser humano, tal como Jesús lo entendía, desde su propia vida y desde la experiencia de inmediatez con Dios su Padre.
De aquí se sigue que Jesús pensaba, desde su propia experiencia, que el ser humano, al venir a este mundo, tiene que enfrentarse a una alternativa: o venir al mundo a cuidar su vida, esto es, a buscar intereses y encerrarse en sí mismo y esto sería ir contra la voluntad de Dios y en consecuencia perder o frustrar la vida; o bien, venir al mundo a entregar la vida, dándose, no buscando sus propios intereses sino buscando servir a los otros y esto sería la voluntad de Dios, en armonía con la realidad de El, que crea al hombre dándose humildemente a Él.
El logion de Jesús no sólo revela cual es la imagen ideal de hombre, que Él percibe desde su propia vida, sino que va más allá y expresa una sensatez que tiene significación y validez para la universal humanidad el (hombre universal); en efecto, es lugar común en el sentir humano, que el destino práctico del hombre no puede ser sino: o darle sentido a la vida sirviendo y siendo útil o frustrar la vida encerrándose en su propios intereses y siendo inútil para sus semejantes.
Esta sentencia, lo repito, expresa fundamentalmente la ética del mismo Jesús, a saber, si Dios creaba su humanidad, humanizándose en Él, haciendo comunión con Él, entonces, su comportamiento coherente y obviamente consecuente con esa misma realidad divina que acontecía en Él, era hacer comunión (koinonía) con sus hermanos los seres humanos, dando su vida incondicionalmente, inclusive hasta la muerte ignominiosa y violenta. Esto lo realizó sirviendo, sin buscar nunca su propio interés.
Su ética, en suma, fue haber asumido responsablemente en su humanidad, la solidaridad de Dios mismo con los seres humanos, o en otros términos, Jesús mismo fue la diáfana solidaridad de Dios con la humanidad y por tanto es ésto lo que constituye fundamentalmente la ética cristiana.
Por eso todo ser humano, cuando es consciente de ser Él mismo un don de Dios, para ser dado y no para ser retenido por sí mismo, no lo hace espontáneamente movido por ningún poder o tendencia terrena o finita, sino movido por el don del Espíritu de Dios, que habita en Él y hace unidad personal con su ser, dándose o sirviendo en solidaridad incondicional.
Pero a pesar de que el hombre constitutivamente es creado personalmente por Dios, por medio de su Espíritu que habita en Él; sin embargo, también el hombre es constitutivamente terreno, contingente o finito, y por lo tanto, con una fuerza o un poder (Rm 7,14) que lo presiona y lo esclaviza a aferrarse a lo finito o contingente, apoyarse en su propia autosuficiencia y en consecuencia a buscarse afanosamente a sí mismo, a sus intereses. Esto es lo que Pablo llama pecado en singular, expresión que en términos actuales no sería otra cosa, que el poder, incontrolable por nosotros mismos de la finitud. San Pablo describe así este conflicto interno: «Pues bien sé que nada bueno habita en mi, es decir en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro al mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mi» (Rm 8, 18-20).
De allí, entonces, que en la Antropología de San Pablo, tan finamente descrita, en todo ser humano, y así lo experimentamos todos, se da un doble «Yo», a saber, el «Yo» divino, o el «hombre interior» animado y movido por la acción del Espíritu de Dios; (Rm 7,21-23) -Éste es el «Yo» auténtico deseado y buscado por Dios- y el «Yo» finito, terreno, u «hombre exterior», o el pecado que nos mueve y nos impulsa a identificarnos con lo finito o corruptible (2 Co 4,16-5,5) y a encerrarnos en nuestra propia autosuficiencia42.
Ahora ya podemos entender mejor que lo que se quiere decir con la expresión «divinización del hombre y de la mujer», no es un cambio entitativo de un ser humano, que deja de serlo, para convertirse en Dios.
Dios no crea al hombre, según la revelación, sacándolo de la nada, sino sacándolo de materia terrena o finita, hasta hacer de Él un real hijo de Dios, por participación personal de la divinidad en Él. Pero el hombre, por ser terreno, y por lo tanto, finito o corruptible, tiende, desde dentro de sí mismo, a aferrarse a lo finito o corruptible o a su propia autosuficiencia, - esto es el pecado según S. Pablo; pero de otro lado, por ser creado por acontecer de Dios en Él o por participación personal de la divinidad en Él, por la acción de su Espíritu, el hombre tiende, también desde dentro de Él mismo, a salir de sí, a trascenderse en sus hermanos y también por la acción del Espíritu.
De allí, entonces, que si el ser humano opta conscientemente por la acción del Espíritu que se deja sentir en Él mismo, por medio de llamadas interiores, por las mociones interiores del Espíritu, como dice San Ignacio, o por la voz interna de la consciencia, o en fin, por aspiraciones del Espíritu, como dice el mismo Pablo, ese mismo Espíritu es quien lo libera del poder de la tendencia hacia lo finito, de la búsqueda de intereses y de la autosuficiencia (Rm 6,12-19; 8,5-13) y lo conduce al servicio de sus semejantes.
En esto consiste propiamente la «divinización del hombre y de la mujer»: optar libre y conscientemente por la acción del Espíritu, dejándose poseer o saturar por Él, de tal manera que lo transparenten en todos los comportamientos humanos y por esta misma razón, su ética coherente y consecuente es la solidaridad como manifestación, y visible, de la solidaridad de Dios con los hombres.
Síguese, en consecuencia, que cuanto más solidario es un ser humano, es tanto más divino y por lo tanto, más auténtico ser humano. Es aquí donde encuentra su sentido pleno la expresión «divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu».

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