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MISERICORDIA DEI

MISERICORDIA DEI

       CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»  MISERICORDIA DEI SOBRE ALGUNOS ASPECTOSDE LA CELEBRACIÓNDEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA   Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia, el Verbo se encarnó en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María para salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21) y abrirle «el camino de la salvación».(1) San Juan Bautista confirma esta misión indicando a Jesús como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Toda la obra y predicación del Precursor es una llamada enérgica y ardiente a la penitencia y a la conversión, cuyo signo es el bautismo administrado en las aguas del Jordán. El mismo Jesús se somete a aquel rito penitencial (cf. Mt 3, 13-17), no porque haya pecado, sino porque «se deja contar entre los pecadores; es ya “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); anticipa ya el “bautismo” de su muerte sangrienta».(2) La salvación es, pues y ante todo, redención del pecado como impedimento para la amistad con Dios, y liberación del estado de esclavitud en la que se encuentra al hombre que ha cedido a la tentación del Maligno y ha perdido la libertad de los hijos de Dios (cf.Rm 8,21). La misión confiada por Cristo a los Apóstoles es el anuncio del Reino de Dios y la predicación del Evangelio con vistas a la conversión (cf. Mc 16,15; Mt 28,18-20). La tarde del día mismo de su Resurrección, cuando es inminente el comienzo de la misión apostólica, Jesús da a los Apóstoles, por la fuerza del Espíritu Santo, el poder de reconciliar con Dios y con la Iglesia a los pecadores arrepentidos: «Recibid el Espíritu Santo.A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).(3) A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), concedida mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia, se ha sentido siempre como una tarea pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del ministerio sacerdotal. La celebración del sacramento de la Penitencia ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que comprende necesariamente, además de la intervención del ministro – solamente un Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve, atiende y cura en el nombre de Cristo –, los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he escrito: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del Sacramento de la Reconciliación. Como se recordará, en 1984 intervine sobre este tema con la Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia, que recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea general del Sínodo de los Obispos, dedicada a esta problemática. Entonces invitaba a esforzarse por todos los medios para afrontar la crisis del “sentido del pecado” [...]. Cuando el mencionado Sínodo afrontó el problema, era patente a todos la crisis del Sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo. Los motivos que lo originan no se han desvanecido en este breve lapso de tiempo. Pero el Año jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia sacramental nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo».(4) Con estas palabras pretendía y pretendo dar ánimos y, al mismo tiempo, dirigir una insistente invitación a mis hermanos Obispos – y, a través de ellos, a todos los presbíteros – a reforzar solícitamente el sacramento de la Reconciliación, incluso como exigencia de auténtica caridad y verdadera justicia pastoral,(5) recordándoles que todo fiel, con las debidas disposiciones interiores, tiene derecho a recibir personalmente la gracia sacramental. A fin de que el discernimiento sobre las disposiciones de los penitentes en orden a la absolución o no, y a la imposición de la penitencia oportuna por parte del ministro del Sacramento, hace falta que el fiel, además de la conciencia de los pecados cometidos, del dolor por ellos y de la voluntad de no recaer más,(6) confiese sus pecados. En este sentido, el Concilio de Trento declaró que es necesario «de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales».(7) La Iglesia ha visto siempre un nexo esencial entre el juicio confiado a los sacerdotes en este Sacramento y la necesidad de que los penitentes manifiesten sus propios pecados,(8) excepto en caso de imposibilidad. Por lo tanto, la confesión completa de los pecados graves, siendo por institución divina parte constitutiva del Sacramento, en modo alguno puede quedar confiada al libre juicio de los Pastores (dispensa, interpretación, costumbres locales, etc.). La Autoridad eclesiástica competente sólo especifica – en las relativas normas disciplinares – los criterios para distinguir la imposibilidad real de confesar los pecados, respecto a otras situaciones en las que la imposibilidad es únicamente aparente o, en todo caso, superable. En las circunstancias pastorales actuales, atendiendo a las expresas preocupaciones de numerosos hermanos en el Episcopado, considero conveniente volver a recordar algunas leyes canónicas vigentes sobre la celebración de este sacramento, precisando algún aspecto del mismo, para favorecer – en espíritu de comunión con la responsabilidad propia de todo el Episcopado(9) – su mejor administración. Se trata de hacer efectiva y de tutelar una celebración cada vez más fiel, y por tanto más fructífera, del don confiado a la Iglesia por el Señor Jesús después de la resurrección (cf. Jn 20,19-23). Todo esto resulta especialmente necesario, dado que en algunas regiones se observa la tendencia al abandono de la confesión personal, junto con el recurso abusivo a la «absolución general» o «colectiva», de tal modo que ésta no aparece como medio extraordinario en situaciones completamente excepcionales. Basándose en una ampliación arbitraria del requisito de la grave necesidad,(10) se pierde de vista en la práctica la fidelidad a la configuración divina del Sacramento y, concretamente, la necesidad de la confesión individual, con daños graves para la vida espiritual de los fieles y la santidad de la Iglesia. Así pues, tras haber oído el parecer de la Congregación para la Doctrina de la fe, la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos y el Consejo Pontificio para los Textos legislativos, además de las consideraciones de los venerables Hermanos Cardenales que presiden los Dicasterios de la Curia Romana, reiterando la doctrina católica sobre el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación expuesta sintéticamente en el Catecismo de la Iglesia Católica,(11) consciente de mi responsabilidad pastoral y con plena conciencia de la necesidad y eficacia siempre actual de este Sacramento, dispongo cuanto sigue: 1. Los Ordinarios han de recordar a todos los ministros del sacramento de la Penitencia que la ley universal de la Iglesia ha reiterado, en aplicación de la doctrina católica sobre este punto, que: a) «La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo la imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede conseguir también por otros medios».(12) b) Por tanto, «todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están encomendados y que lo pidan razonablemente; y que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas determinadas que les resulten asequibles».(13) Además, todos los sacerdotes que tienen la facultad de administrar el sacramento de la Penitencia, muéstrense siempre y totalmente dispuestos a administrarlo cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente.(14) La falta de disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para ir en su búsqueda y poder devolverlas al redil, sería un signo doloroso de falta de sentido pastoral en quien, por la ordenación sacerdotal, tiene que llevar en sí la imagen del Buen Pastor. 2. Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles.(15) 3. Dado que «el fiel está obligado a confesar según su especie y número todos los pecados graves cometidos después del Bautismo y aún no perdonados por la potestad de las llaves de la Iglesia ni acusados en la confesión individual, de los cuales tenga conciencia después de un examen diligente»,(16) se reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a sólo uno o más pecados considerados más significativos. Por otro lado, teniendo en cuenta la vocación de todos los fieles a la santidad, se les recomienda confesar también los pecados veniales.(17) 4. La absolución a más de un penitente a la vez, sin confesión individual previa, prevista en el can. 961 del Código de Derecho Canónico, ha ser entendida y aplicada rectamente a la luz y en el contexto de las normas precedentemente enunciadas. En efecto, dicha absolución «tiene un carácter de excepcionalidad»(18) y no puede impartirse «con carácter general a no ser que: 1º amenace un peligro de muerte, y el sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo para oír la confesión de cada penitente; 2º haya una grave necesidad, es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de los penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente la confesión de cada uno dentro de un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa por su parte, se verían privados durante notable tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión; pero no se considera suficiente necesidad cuando no se puede disponer de confesores a causa sólo de una gran concurrencia de penitentes, como puede suceder en una gran fiesta o peregrinación».(19) Sobre el caso de grave necesidad, se precisa cuanto sigue: a) Se trata de situaciones que, objetivamente, son excepcionales, como las que pueden producirse en territorios de misión o en comunidades de fieles aisladas, donde el sacerdote sólo puede pasar una o pocas veces al año, o cuando lo permitan las circunstancias bélicas, metereológicas u otras parecidas. b) Las dos condiciones establecidas en el canon para que se dé la grave necesidad son inseparables, por lo que nunca es suficiente la sola imposibilidad de confesar «como conviene» a las personas dentro de «un tiempo razonable» debido a la escasez de sacerdotes; dicha imposibilidad ha de estar unida al hecho de que, de otro modo, los penitentes se verían privados por un «notable tiempo», sin culpa suya, de la gracia sacramental. Así pues, se debe tener presente el conjunto de las circunstancias de los penitentes y de la diócesis, por lo que se refiere a su organización pastoral y la posibilidad de acceso de los fieles al sacramento de la Penitencia. c) La primera condición, la imposibilidad de «oír debidamente la confesión» «dentro de un tiempo razonable», hace referencia sólo al tiempo razonable requerido para administrar válida y dignamente el sacramento, sin que sea relevante a este respecto un coloquio pastoral más prolongado, que puede ser pospuesto a circunstancias más favorables. Este tiempo razonable y conveniente para oír las confesiones, dependerá de las posibilidades reales del confesor o confesores y de los penitentes mismos. d) Sobre la segunda condición, se ha de valorar, según un juicio prudencial, cuánto deba ser el tiempo de privación de la gracia sacramental para que se verifique una verdadera imposibilidad según el can. 960, cuando no hay peligro inminente de muerte. Este juicio no es prudencial si altera el sentido de la imposibilidad física o moral, como ocurriría, por ejemplo, si se considerara que un tiempo inferior a un mes implicaría permanecer «un tiempo razonable» con dicha privación. e) No es admisible crear, o permitir que se creen, situaciones de aparente grave necesidad, derivadas de la insuficiente administración ordinaria del Sacramento por no observar las normas antes recordadas(20) y, menos aún, por la opción de los penitentes en favor de la absolución colectiva, como si se tratara de una posibilidad normal y equivalente a las dos formas ordinarias descritas en el Ritual. f) Una gran concurrencia de penitentes no constituye, por sí sola, suficiente necesidad, no sólo en una fiesta solemne o peregrinación, y ni siquiera por turismo u otras razones parecidas, debidas a la creciente movilidad de las personas. 5. Juzgar si se dan las condiciones requeridas según el can. 961, § 1, 2º, no corresponde al confesor, sino al Obispo diocesano, «el cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal, puede determinar los casos en que se verifica esa necesidad».(21) Estos criterios pastorales deben ser expresión del deseo de buscar la plena fidelidad, en las circunstancias del respectivo territorio, a los criterios de fondo expuestos en la disciplina universal de la Iglesia, los cuales, por lo demás, se fundan en las exigencias que se derivan del sacramento mismo de la Penitencia en su divina institución. 6. Siendo de importancia fundamental, en una materia tan esencial para la vida de la Iglesia, la total armonía entre los diversos Episcopados del mundo, las Conferencias Episcopales, según lo dispuesto en el can. 455, §2 del C.I.C., enviarán cuanto antes a la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos el texto de las normas que piensan emanar o actualizar, a la luz del presente Motu proprio, sobre la aplicación del can. 961 del C.I.C. Esto favorecerá una mayor comunión entre los Obispos de toda la Iglesia, impulsando por doquier a los fieles a acercarse con provecho a las fuentes de la misericordia divina, siempre rebosantes en el sacramento de la Reconciliación. Desde esta perspectiva de comunión será también oportuno que los Obispos diocesanos informen a las respectivas Conferencias Episcopales acerca de si se dan o no, en el ámbito de su jurisdicción, casos de grave necesidad.Será además deber de las Conferencias Episcopales informar a la mencionada Congregación acerca de la situación de hecho existente en su territorio y sobre los eventuales cambios que después se produzcan. 7. Por lo que se refiere a las disposiciones personales de los penitentes, se recuerda que: a) «Para que un fiel reciba validamente la absolución sacramental dada a varios a la vez, se requiere no sólo que esté debidamente dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer en su debido tiempo confesión individual de todos los pecados graves que en las presentes circunstancias no ha podido confesar de ese modo».(22) b) En la medida de lo posible, incluso en el caso de inminente peligro de muerte, se exhorte antes a los fieles «a que cada uno haga un acto de contrición».(23) c) Está claro que no pueden recibir validamente la absolución los penitentes que viven habitualmente en estado de pecado grave y no tienen intención de cambiar su situación. 8. Quedando a salvo la obligación de «confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año»,(24) «aquel a quien se le perdonan los pecados graves con una absolución general, debe acercarse a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tenga ocasión, antes de recibir otra absolución general, de no interponerse una causa justa».(25) 9. Sobre el lugar y la sede para la celebración del Sacramento, téngase presente que: a) «El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio»,(26) siendo claro que razones de orden pastoral pueden justificar la celebración del sacramento en lugares diversos;(27) b) las normas sobre la sede para la confesión son dadas por las respectivas Conferencias Episcopales, las cuales han de garantizar que esté situada en «lugar patente» y esté «provista de rejillas» de modo que puedan utilizarlas los fieles y los confesores mismos que lo deseen.(28) Todo lo que he establecido con la presente Carta apostólica en forma de Motu proprio, ordeno que tenga valor pleno y permanente, y se observe a partir de este día, sin que obste cualquier otra disposición en contra.Lo que he establecido con esta Carta tiene valor también, por su naturaleza, para las venerables Iglesias Orientales Católicas, en conformidad con los respectivos cánones de su propio Código. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 7 de abril, Domingo de la octava de Pascua o de la Divina Misericordia, en el año del Señor 2002, vigésimo cuarto de mi Pontificado. JUAN PABLO II  -------------------------------------------------------------------------------- (1)Misal Romano,Prefacio del Adviento I. (2)Catecismo de la Iglesia Católica, 536. (3)Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess.XIV, De sacramento paenitentiae, can. 3: DS 1703. (4)N. 37: AAS 93(2001) 292. (5)Cf. CIC, cann.213 y 843, § I. (6)Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess. XIV, Doctrina de sacramento paenitentiae, cap. 4: DS 1676. (7)Ibíd., can. 7: DS 1707. (8)Cf. ibíd., cap. 5: DS 1679; Conc. Ecum. de Florencia, Decr. pro Armeniis (22 noviembre 1439): DS 1323. (9)Cf. can. 392; Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.27; Decr.Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 16. (10)Cf. can. 961, § 1, 2º. (11)Cf. nn. 980-987; 1114-1134; 1420-1498. (12)Can. 960. (13)Can. 986, § 1. (14)Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 13; Ordo Paenitentiae, editio typica, 1974, Praenotanda, 10,b. (15)Cf. Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, Responsa ad dubia proposita: «Notitiae», 37(2001) 259-260. (16)Can. 988, § 1. (17)Cf. can. 988, § 2; Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 32: AAS 77(1985) 267; Catecismo de la Iglesia Católica, 1458. (18)Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 32: AAS 77(1985) 267. (19)Can. 961, § 1. (20)Cf. supra nn. 1 y 2. (21)Can. 961, § 2. (22)Can. 962, § 1. (23)Can. 962, § 2. (24)Can. 989. (25)Can. 963. (26)Can. 964, § 1. (27)Cf. can. 964, 3. (28)Consejo pontificio para la Interpretación de los textos legislativos, Responsa ad propositum dubium: de loco excipiendi sacramentales confessiones (7 julio 1998): AAS 90 (1998) 711.   Copyright © Libreria Editrice Vaticana   

Seguimiento de Jesús

LAS INSTRUCCIONES SOBRE EL DISCIPULADO Santiago Guijarro Oporto   Las tradiciones más antiguas acerca del discipulado se encuentran en las fuentes más antiguas (tradiciones de Marcos y del Documento Q), mientras que las fuentes más tardías contienen pocas referencias a él. Este dato pone de manifiesto la antigüedad de las tradiciones evangélicas sobre el discipulado. Por otro lado, observamos que las tradiciones recogidas por Marcos y por del Documento Q coinciden con frecuencia tanto en la forma como en el contenido. Es cierto que la perspectiva es a veces distinta, y que existen diferencias entre ellas. Sin embargo, son las coincidencias las que más nos interesan ahora, pues a través de ellas podemos acercarnos a la experiencia del discipulado tal como la vivieron los primeros seguidores de Jesús. Discípulos, seguidores y simpatizantes de Jesús  Los evangelios no están de acuerdo a la hora de determinar quiénes formaban parte del grupo de los discípulos más cercanos de Jesús. Los Evangelios Sinópticos y el libro de los Hechos presuponen que este grupo estaba formado por los Doce, pero Juan los menciona solamente en un pasaje de su evangelio, que muy bien podría haber sido insertado tardíamente. Además, Juan habla de algunos discípulos que no aparecen en los Sinópticos (Natanael, el Discípulos Amado), y da un protagonismo a otros (Felipe, Andrés, Tomás), que en los Sinópticos sólo ocupan un discreto segundo plano. Estas discrepancias no se dan sólo entre Juan y los Sinópticos. La coincidencia de estos en cuanto a los Doce es sólo aparente, pues si comparamos las cuatro listas que recogen sus nombres (Mc 3,16-19; Mt 10,2-4; Lc 6,13-16; Hch 1,13), observaremos enseguida que las divergencias entre ellas son notables. A veces se ha intentado explicar esta divergencia diciendo que algunos discípulos tenían dos nombres, pero es más honesto reconocer que había tradiciones diversas acerca de quiénes componían el grupo de los Doce. Los datos precedentes indican que los discípulos más cercanos de Jesús pudieron ser más de Doce, e incluso es posible que la identidad de los mismos variara con el tiempo, a medida que algunos se incorporaban al grupo y otros lo abandonaban. Pero también muestran que la institución de los Doce está muy arraigada en la tradición. Parece evidente que Jesús quiso que sus discípulos más cercanos fueran doce, para simbolizar en ellos la renovación de las doce tribus de Israel. Tal vez estas dos conclusiones no sean contradictorias, pues es posible pensar en un grupo de doce discípulos, que pudieron haber variado con el tiempo. Esta forma de concebir el grupo de los Doce habría facilitado a los discípulos la reconstrucción del mismo después de la muerte de Judas (Hch 1,15-26). Además de este grupo de discípulos más cercanos, que podemos identificar con los Doce, Jesús tuvo otro grupo de seguidores, que le acompañaron desde el principio de su ministerio. Así por ejemplo, en el libro de los Hechos, cuando Pedro propone a la comunidad que alguien ocupe el puesto de Judas, ésta es capaz de presentar dos candidatos que cumplen los requisitos de haber acompañado a Jesús desde el bautismo de Juan hasta su ascensión: José y Matías (Hch 1,21-22). A este grupo de discípulos pertenecían también algunas mujeres, la más conocida de las cuales fue María Magdalena. Estas mujeres no sólo le asistían mientras estaba en Galilea, sino que le acompañaron hasta Jerusalén (Mc 15,40-41; Lc 8,1-3). Lucas conoce también un nutrido grupo de seguidores a los que Jesús envía a proclamar el evangelio (Lc 10,1-2). Finalmente, en torno a Jesús había también un grupo de simpatizantes que aceptaban y apoyaban su proyecto sin abandonar su residencia ni sus ocupaciones cotidianas. Estos simpatizantes acogían a Jesús y a sus discípulos en sus casas. Entre ellos se encontraban fariseos como Zaqueo (Lc 19,1-10), miembros del Sanedrín como José de Arimatea (Mc 15,42-47), o la familia de Marta, María y Lázaro, que los acogía en Betania cuando iban a Jerusalén (Jn 12,1-8; Lc 10,39-42). Estos simpatizantes formaban una red de familias vinculadas a la causa de Jesús, que fue muy importante en la expansión de su movimiento en Palestina durante la primera generación cristiana. Los discípulos son testigos de lo que Jesús hace y dice  Ser discípulo de Jesús significa ante todo seguirle (Lc 9,60; Mc 1,18; 10,28), ir detrás de él (Mc 1,17.20). Estas expresiones tienen un triple sentido en las tradiciones sobre el discipulado. Se refieren, en primer lugar, al seguimiento físico, e implican ir físicamente detrás de Jesús con el objeto de aprender de él; no sólo de sus palabras, sino también de su forma de actuar. En segundo lugar, se refieren a una actitud vital que consiste en compartir su estilo de vida. Y en tercer lugar, seguir a Jesús significa estar dispuestos a compartir su destino. El seguimiento supone, pues, acompañar a Jesús para escuchar sus enseñanzas y para ver sus signos, pero supone también vivir como él vivía y compartir su suerte. El primer aspecto del seguimiento aparece continuamente en los relatos de los evangelios. Los discípulos acompañan a Jesús en todo momento. El discipulado de Jesús, a diferencia de otras formas de discipulado de aquella época, implicaba la convivencia continuada, porque los discípulos no sólo tenían que aprender unas enseñanzas, sino que debían ser testigos de las acciones en que se realizaba lo anunciado por Jesús. Esta primera dimensión del discipulado aparece también en la tradición de los dichos, principalmente en una de las bienaventuranzas de Q: Dichosos vuestros ojos que ven lo que estáis viendo, porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron (Lc 10,23 par.). Ver y oír fue la primera tarea de los discípulos. Esta primera dimensión del seguimiento tuvo una importancia excepcional en el nacimiento de la tradición evangélica, pues los discípulos que acompañaron a Jesús fueron quienes transmitieron a las siguientes generaciones de cristianos los recuerdos de lo que habían visto y oído, y de esta tradición nacieron los evangelios (Lc 1,1-4). El estilo del discipulado de Jesús fue determinante para dicha tradición en varios aspectos. Así, por ejemplo, el hecho de que los discípulos convivieran prolongadamente con Jesús les habría permitido escuchar en varias ocasiones sus dichos o sus parábolas. También es importante que los discípulos, además de escuchar estas enseñanzas, fueran testigos de las acciones de Jesús, porque Jesús anunció el reino no sólo con palabras, sino también con obras, y ambas cosas son necesarias para entender adecuadamente su mensaje. Esta condición de testigos de lo que Jesús había hecho y dicho confirió a los primeros discípulos de Jesús una autoridad que fue decisiva en las dos primeras generaciones cristianas. Los discípulos comparten el estilo de vida de Jesús La segunda dimensión del seguimiento tiene mucho que ver con el estilo de vida de los discípulos y con las exigencias del discipulado. La clave para entender ambas cosas es que el seguimiento de Jesús implica compartir su estilo de vida. Los evangelios han conservado algunos rasgos del este estilo de vida, que provocaban el escándalo y el rechazo de sus contemporáneos: el conflicto con su propia familia (Mc 3,20-21. 31-35); su estilo de vida itinerante, sin domicilio fijo (Lc 9,58 par.), sus comidas con los publicanos y pecadores (Mc 2,15-17), su actitud irrespetuosa hacia algunas normas y prácticas religiosas, como la observancia del ayuno (Mc 2,18-20), del descanso sabático (Mc 2,23-28), o de ciertas normas de pureza ritual (Mc 7,1-15). Este estilo de vida, que Marcos ha recogido en forma narrativa, aparece también en la tradición de los dichos, en la que encontramos algunos de los insultos que sus adversarios dirigían a Jesús a propósito de estos comportamientos (Mt 10,25; Lc 7,34 par; Mt 19,12).  La actuación de Jesús y las reacciones que suscitaba su estilo de vida nos permiten hacernos una idea de lo que implicaba ser discípulo suyo. Quienes le seguían llevaban una vida itinerante detrás de él (Mc 1,18. 20; 2,14); le acompañaban en sus comidas con los publicanos y pecadores (Mc 2,15); y transgredían como él las normas judías sobre ciertas prácticas religiosas (Mc 2,18. 23-24; Mc 7,2. 5). En este contexto se comprenden bien las palabras de Jesús acerca del estilo de vida de los discípulos. Las bienaventuranzas se dirigen a este grupo que lo ha dejado todo por seguirle. Las palabras acerca de la confianza en el Padre cuadran perfectamente en un grupo que ha roto con todos los vínculos sociales, lo mismo que las instrucciones sobre el peligro de las riquezas. Hay un común denominador en las palabras de Jesús que hablan de las exigencias del seguimiento y del estilo de vida de los discípulos: la ruptura con las estructuras de este mundo (familia, grupo religioso) para inaugurar un nuevo estilo de vida más acorde con la inminente llegada del Reinado de Dios. El grupo de los discípulos se convierte así en germen y anticipo del Reinado de Dios que Jesús anuncia. Es tal la novedad de este Reinado que no es posible vivir según sus criterios sin romper con las estructuras de este mundo, pues  nadie puede servir a dos señores (Lc 16,13). La ruptura con la casa y los demás rasgos del comportamiento contracultural de Jesús y sus discípulos estaban al servicio de este objetivo: encarnar proféticamente la novedad del Reinado de Dios. Los discípulos comparten el destino de Jesús La vinculación de los discípulos con Jesús tiene su última expresión en la invitación a compartir su propio destino. En realidad esta tercera dimensión del discipulado es una consecuencia de la anterior, pues el hecho de vivir como Jesús vivía hizo que tuvieran que experimentar el rechazo social, aunque al mismo tiempo les introdujo en una nueva relación con Dios. El destino de Jesús tuvo estas dos dimensiones: por un lado, el rechazo y la muerte; y por otro la gloria y la resurrección. Ambos aspectos aparecen en las palabras que dirigió a sus discípulos. Compartir el destino de Jesús implica, en primer lugar, entrar en el ámbito de las bienaventuranzas, que hace a los discípulos objeto de la solicitud y de la promesa de Dios. Los dichos que hablan de la solicitud del Padre y de la confianza en él, lo mismo que la confiada actitud que supone el Padrenuestro, se refieren a éste estado de bienaventuranza del que el discípulo ya participa. Los discípulos han empezado a gozar ya de este don, pero saben que el Reinado de Dios aún no ha llegado totalmente, y por eso deben orar diciendo: venga tu Reino. Saben que cuando el reino llegue plenamente su recompensa será grande por haber permanecido fieles a Jesús. Es aquí donde encajan las palabras de Jesús sobre la recompensa de los discípulos (Mt 19,27-30 par.). Ahora bien, compartir el destino de Jesús implica también compartir su destino de rechazo y de muerte. Ya hemos visto que los discípulos experimentaron el mismo rechazo que Jesús por vivir como él vivía. Este estilo de vida le llevó a Jesús a la cruz, y era previsible que a los discípulos les sucediera lo mismo. Aquí son especialmente relevantes los dichos de Jesús que Marcos ha colocado a continuación de los tres anuncios de la pasión (Mc 8,34-38; 9,35-37; 10,41-45). En ellos, junto a la exhortación de hacerse servidor y esclavo de los demás, se habla de perder la propia vida y de tomar la cruz. El último de estos dichos relaciona explícitamente ambas cosas, explicando que el mayor servicio consiste en entregar la propia vida por los demás: pues el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a entregar su propia vida como rescate por todos (Mc 10,45). Resulta difícil saber si todas estas palabras proceden de Jesús, pero es evidente que en ellas resuena el eco de una invitación a compartir su actitud de servicio entregando la vida por los demás. Los textos evangélicos sobre el discipulado nos permiten acceder a la experiencia del seguimiento en el grupo de Jesús y en las comunidades de las dos primeras generaciones cristianas. Jesús reunió en torno a sí a un grupo de discípulos para que le acompañaran a todas partes y fueran testigos de sus enseñanzas y de sus signos. La forma de seguimiento que él les propuso implicaba compartir su estilo de vida y estar dispuestos a compartir su destino. Jesús les llamó también para enviarlos a anunciar el mismo mensaje que él anunciaba, realizando los mismo signos que él realizaba. La misión es un elemento fundamental  en el discipulado de Jesús. Estas experiencias fundamentales vividas en el grupo de Jesús fueron recordadas y transmitidas durante las dos primeras generaciones cristianas. Para ellas fue importante conservar fielmente el recuerdo de aquella experiencia, pero al mismo tiempo tuvieron necesidad de actualizarla. Esta es también la tarea de cada generación de cristianos. Tomado de: Guijarro Oporto, S., "Vocación" en el  Diccionario de Jesús de Nazaret, que publicará próximamente la editorial Monte Carmelo de León.

Confirmación

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

Guía de trabajo # 1

 

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

 

Objetivo:  Identificar los elementos fundamentales que caracterizan el matrimonio como sacramento, desde la perspectiva del Vaticano II.

 

A partir de la lectura reflexiva del documento “El Matrimonio, Proyecto Comunitario”, desarrolle los siguientes ítem:

 

  1. Elabore un cuadro sinóptico del contenido del documento. (Valor 0.5)
  2. Caracterice la visión del Vaticano II sobre el matrimonio. (Valor 1.0)
  3. Describa la manera como el sacramento del matrimonio promueve el amor humano. (Valor 0.5)
  4. Evidencie el papel que cumple la fe o experiencia cristiana en la unión conyugal. (Valor 0.5)
  5. Muestre la pericia en el manejo de los contenidos emitiendo sobre la expresión “Casarse en el Señor”. (Valor 0.5)
  6. Sintetice los elementos que articulan la espiritualidad del sacramento del matrimonio. (Valor 0.5)
  7. Qué implicaciones de tipo pastoral surgen a partir de la lectura del documento abordado. (Valor 1.0)
  8. Mencione las claridades e interrogantes que le dejó el trabajo realizado. (Valor 0.5)

 

 

Las Bienaventuranzas

El presente apartado tiene como objetivo desarrollar, hasta donde nos sea posible, la idea que hemos sugerido como título: “Las bienaventuranzas: concreción del modo de ser de Jesús”. De acuerdo con el recorrido hecho hasta el momento y teniendo en cuenta que las bienaventuranzas condensan el programa de vida del Reino, consideramos que en ellas también se concreta el modo de ser de Jesús, ese decir, su ser creatural totalmente disponible y abierto a la acción creadora de Dios.

Para abordar el tema de las bienaventuranzas seguiremos el enfoque social de Juan Mateos en su libro: “El sermón del monte”. Abordaremos las bienaventuranzas según el evangelio de Mateo, pues Lucas tiene otras distintas, que necesitan una explicación muy diferente. El evangelista Mateo las presenta con una solemnidad extraordinaria, como inicio del Sermón del Monte.

1.1 Estructura de las Bienaventuranzas

El ser creatural a partir del cual se puede construir una sociedad nueva, por su total apertura al Dios creador lo concreta Jesús en las bienaventuranzas, en particular en las ocho que presenta el evangelio de Mateo (Mt 5,3-10). En ellas se formulan las condiciones indispensables para que se construya la nueva sociedad, la liberación que su existencia va efectuando en la humanidad, las nuevas relaciones que crea y la felicidad que proporciona.

En Mateo la estructura de las bienaventuranzas tiene la siguiente lógica: la primera y la última, ambas en presente (Mt 5,3.10), constituyen el marco para las otras seis. Las seis intercaladas se dividen en dos grupos: las tres primeras (2.ª, 3.ª y 4.ª), expresan en futuro el paso de una situación negativa a otra positiva (5:4-6: Del sufrimiento al consuelo, de la sumisión a la libertad, de la injusticia a la justicia). Las tres del segundo grupo (5.ª, 6.ª y 7.ª), expresan tres modos de ser o de actuar positivos a los que corresponden experiencias de Dios (5:7-9: Ayuda para los que ayudan, visión de Dios para los sinceros, condición de hijos de Dios para los que trabajan por la paz). A continuación ampliaremos más esta descripción de la estructura.

A. La opción

La primera bienaventuranza enuncia la primera condición indispensable que hace posible el Reinado de Dios, la opción por la pobreza (5,3: “Dichosos los que eligen ser pobres”), es decir, la renuncia a la riqueza y a la ambición de riqueza. Esta opción es la puerta de entrada al Reino de Dios, es decir, abre la posibilidad de una sociedad nueva, porque extirpa la raíz de la injusticia, la ambición de tener, y rompe con los “valores” sobre los que se sustenta la vieja sociedad.

La invitación de Jesús se hace en plural. No exhorta, por tanto, a una pobreza individual y ascética, sino a una decisión personal que ha de vivirse dentro de un grupo humano, constituyendo así el germen de la nueva sociedad. En ese ámbito se crean nuevas relaciones entre Dios y los hombres y entre los hombres mismos. Siguiendo el lenguaje metafórico, Dios reina sobre los hombres comunicándoles su Espíritu-vida, estableciendo la nueva relación padre-hijo. De ese Espíritu, compartido por todos, nace la solidaridad-amor que asegura tanto el sustento material como el pleno desarrollo personal.

B. Efecto liberador

En las tres bienaventuranzas siguientes (2.ª a 4.ª), se describe el efecto que la existencia de comunidades que hayan hecho esa opción tendrá en la humanidad pobre y oprimida. La existencia de una alternativa abre la posibilidad de solución e irá suscitando en la sociedad un movimiento liberador. En el nuevo tipo de relación humana, los oprimidos verán una esperanza y encontrarán una alternativa a su situación.

La liberación se expresa de tres maneras: los que sufren por la opresión podrán salir de ella, es decir, pasarán a otra situación donde no hay motivo de sufrimiento (Mt 5:4: “porque ellos encontrarán el consuelo” (Cfr. Is 61,1); los sometidos, los que han sido reducidos a la impotencia arrebatándoles los medios de subsistencia, heredarán la tierra, es decir, gozarán de plena libertad e independencia (Mt 5:5; Cfr. Sal 37:11); los que ansían esa justicia verán colmada su aspiración (Mt 5:6).

Es de notar que la liberación de los oprimidos está en función de la existencia de comunidades que vivan la alternativa y puedan ofrecerla. Jesús no hace una planificación de masa; quiere, en cambio, que se formen grupos o comunidades donde, por la renuncia al deseo de riqueza, se vivan ya las nuevas relaciones humanas de solidaridad y libertad. Jesús no es un teórico, quiere praxis inmediata.

C. Labor de la comunidad

Las bienaventuranzas 5.ª a 7.ª, exponen las actitudes y objetivos que presiden el trabajo por la nueva humanidad. Son los rasgos propios de la comunidad de Jesús como consecuencia de su opción por la pobreza, que son, al mismo tiempo, rasgos de la humanidad nueva que a partir de ella se irá formando.

De hecho, después de abrir el horizonte de la liberación, las bienaventuranzas describen la labor de la comunidad, que crea a su vez la verdadera relación con Dios. La comunidad se caracteriza por la solidaridad activa (Mt 5:7: “Dichosos los que prestan ayuda”), por la sinceridad de conducta que nace de la ausencia de ambiciones y que permite un trabajo en el que no se busca para nada el propio interés (5:8: “Dichosos los limpios de corazón”) y, finalmente, por la tarea crucial de procurar la felicidad de los hombres (5:9: “Dichosos los que trabajan por la paz”), que resume su misión en el mundo. Esta tarea se corresponde con la saciedad de justicia expresada en la cuarta bienaventuranza: la labor de la comunidad nueva debe ser ayudar a crear un mundo justo en el que los hombres sean libres y felices.

Esta manera de ser y de comportarse establece con Dios una relación que se describe con tres rasgos: los que practican la solidaridad experimentarán la solidaridad de Dios con ellos (5:7: “porque ellos van a recibir ayuda”), los que son transparentes por su sinceridad experimentarán la presencia inmediata y continua de Dios en su vida (5:8: “porque ellos van a ver a Dios”), los que trabajan por la felicidad humana tendrán experiencia de Dios como Padre y lo harán presente en el mundo (5:9: "porque Dios los va a llamar hijos suyos”).

D. Fidelidad y persecución

La octava y última bienaventuranza enuncia la segunda condición para el Reino, la fidelidad a la opción inicial, desafiando la persecución de que será objeto la comunidad por parte de una sociedad que no tolera la emancipación de los oprimidos ni el trabajo en favor de ellos (Mt 5:10: “Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad”).

La fidelidad a la opción inicial, a pesar de la hostilidad que ésta provoca, expresa la coherencia de la conducta con dicha opción. Excluye, por tanto, todo lo que la desvirtúa y mantiene la plena ruptura con los fundamentos de toda sociedad injusta. Esa coherencia se vive dentro de una comunidad que, por los valores que profesa, se opone diametralmente a la injusticia que impera en la sociedad, y cuya existencia y actividad socava los principios sobre los que ésta se cimenta. Nada tiene de extraño que la sociedad reaccione con todos sus medios, incluida la violencia, e intente suprimir el estilo de vida que se deriva de la opción por la pobreza.

De este modo, Jesús invita a romper con el sistema injusto y a esforzarse por crear una nueva relación humana, sin la cual es imposible la relación auténtica con Dios. Jesús proclama “hijos de Dios” a los que procuran la felicidad de los hombres, mostrando así que Dios es incompatible con la opresión, el sometimiento y la injusticia. Por eso Jesús, presencia de Dios en la tierra, vive su ser creatural ubicándose al lado los explotados y humillados por la sociedad; con esto se juega su prestigio; es evidente que los poderosos tomarán partido contra Jesús. Pero también Dios mismo se juega su prestigio; el Dios creador no será aceptado por los opresores de la tierra o por los que están en su favor; éstos se buscarán otros dioses, compatibles con su ambición de poder.

1.2 Las Bienaventuranzas = Ser creatural.

1.2.1 "Dichosos los que eligen ser pobres" (5:3).

En esta traducción llama la atención que suele traducirse por "bienaventurados los pobres de espíritu". Sin embargo, elegimos la palabra "dichosos" porque "bienaventurado" es una palabra que se lee sólo en el Evangelio y no es una palabra de la conversación común. Se podría decir también "felices".

La palabra "pobre" en al Antiguo Testamento tiene una tradición grandísima, y son los pobres sociológicos, los que no tienen nada. Pero ahora, el complemento que tiene aquí se suele traducir por "de espíritu". Esa preposición "de", como no existe preposición en griego, sino un dativo, se puede interpretar de dos maneras: o un dativo de aspecto -"pobres en el espíritu"-, o un dativo de causa -"pobres por el espíritu"-. Hasta aquí todo parece claro, pero no lo es, porque está implícita una antropología, la antropología semita, presente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.

Para el Antiguo Testamento la interioridad del hombre es su inteligencia, su voluntad y su sentimiento. Esta interioridad puede ser: activa o dinámica, y estática. Un acto de voluntad es la interioridad dinámica, o un acto de intuición, o un pronto de sentimiento. En cambio, una disposición habitual (por ejemplo, una persona que es amable) es interioridad estática, no dinámica. Una convicción que alguien tiene, que pertenece al terreno de la inteligencia, es estática, no dinámica, como también lo es un propósito o un hábito que se lleva toda la vida.

De manera que los semitas distinguen muy bien las dos cosas, y a la interioridad estática (las convicciones, los hábitos de actuar, etc.) le llaman "corazón", mientras que a la interioridad dinámica le llaman "espíritu". Así, un acto de inteligencia es "espíritu"; un acto de voluntad, que es la decisión, es "espíritu", así como un pronto de sentimiento (por ejemplo, un suspiro) es "espíritu". Como se trata de una opción, por lo tanto se trata de un acto de voluntad por el cual el hombre elige el estado de pobreza. En este sentido, la traducción literal sería "dichosos los pobres por decisión" y, puesto más elegante "dichosos los que eligen ser pobres".

Esto es lo que significa la primera Bienaventuranza, una opción por la cual decimos "para mí, el acumular dinero no es ningún valor; no quiero acumular dinero". El pobre de las bienaventuranzas es alguien que comprende que solamente mediante esta opción se elimina la injusticia del mundo y, por lo tanto, quiere hacer la opción para no ser cómplice de ninguna injusticia. Se es pobre voluntario cuando se hace una opción contra la injusticia del mundo. El hecho de estar bajo el Reinado de Dios, de estar en esa esfera donde Dios muestra su amor, evita las consecuencias negativas de la pobreza.

Ahora bien, Dios reina comunicando su espíritu. El Reinado de Dios es la actividad de Dios por la que él comunica su amor. De manera que los que están bajo su Reinado, están en la atmósfera del Espíritu de Dios. De esta forma se origina una sociedad nueva, una comunidad humana, donde las relaciones están inspiradas en el amor y la entrega, desterrando consigo la miseria y la dependencia. Es ahí donde se encuentra la verdadera libertad, porque ya no se está sujeto al hilo del dinero, y no se es esclavo del capital. Se encuentra la verdadera libertad, la verdadera alegría. Donde Dios reina no puede haber miseria, donde Dios reina no puede haber falta de libertad, que es la dependencia de otro. Por eso Jesús dice "dichosos...".

Jesús viene a hacer que el hombre sea feliz desde aquí, que viva a plenitud su ser creatural, totalmente abierto a la acción creadora de Dios, a la manera como él lo está viviendo. Por tanto, que experimente ya en la tierra lo que es el amor a Dios, que pueda desarrollarse plenamente según el proyecto creador que busca hacernos hijos a imagen de Jesús, en medio de una sociedad donde el hombre no es libre, donde el hombre está oprimido, donde está ahogado, y así, no puede desarrollarse, está mutilando su propia vida. Por lo tanto, lo que Jesús viene a gestar es una humanidad nueva, totalmente abierta a la acción creadora de Dios. Para eso ha venido.

No se trata de una utopía de puro futuro, sino de presente y futuro, porque desde la vida compartida en pequeñas comunidades es donde se ve otro modo de vivir, donde la persona puede ser libre, estar alegre, y ser hermano de todos, y tener plena confianza en que nadie le va a poner una zancadilla y que, cuando le haga falta algo, todos van a echarle una mano. Cuando se vea esa nueva posibilidad, habrá mucha gente que querrá seguir la experiencia. Por este motivo es una utopía realizada. En pequeño, pero realizada. Jesús quiere que empecemos hoy.

Además, Según Juan Mateos, “es una utopía por hacer posible que esa experiencia se extienda a toda la humanidad. De manera que, cuando se habla de la primera bienaventuranza como opción necesaria para hacer parte del Reinado de Dios, se trata de una sociedad nueva, esto no es para “salvarme yo”. Por esta razón, al rico aquel que, cuando Jesús le recordó los mandamientos, le dijo: Ya los he cumplido todos, Jesús le dice: Pues, entonces, te falta una cosa. Si quieres acceder al Reinado de Dios, es otra cosa. Es necesario dar un paso más. Tú no puedes ser rico (Cfr. Mt 19:16-22). Son dos cosas distintas, una cosa es ser bueno, que se puede ser muy bueno y salvarse, y otra es decir: Aquí vamos a construir una sociedad nueva.”

1.2.2 "Dichosos los sometidos, porque ésos van a heredar la tierra" (5:4).

Esta bienaventuranza no está tomada de Isaías, sino del salmo 37. Es la que se suele traducir por "los mansos", que suena un poco raro. En realidad hay que estudiar el salmo 37 para ver qué significa. La palabra del salmo 37 en hebreo es la misma de los "pobres", pero el griego le ha dado el sentido que se deduce del contexto, y que es los que carecen de independencia y libertad, los que están sometidos a otros.

Existía en Israel una legislación utópica, pues parece que casi nunca se llevó a la práctica, aunque está en los libros del Antiguo Testamento, en la cual se repartía la tierra de manera que cada familia tuviera su pequeño patrimonio, lo suficiente para vivir, y con eso se aseguraba la libertad, la autonomía y la dignidad de todos los componentes del pueblo. Cada uno era autosuficiente, era independiente y, por lo tanto libre. Esto parece que nunca llegó a existir pero, de hecho, en la época en que podemos ya controlar más la historia, la época de la Monarquía, está clarísimo que se había acabado. Primero, los reyes y los grandes de la corte empezaron a acumular propiedad y así se continuó de manera que, ya en tiempos de los profetas, Isaías dice: "Maldito el que añade campo a campo; maldito el que añade casa a casa y no deja espacio para nadie en el país" (Is. 5:8). Y esto en el siglo VIII antes de Cristo.

En tiempos de Jesús la realidad seguía igual, la injusticia era enorme. Precisamente el salmo 37 trata de calmar a los que protestan porque los han despojado de su terreno. Al que tenía una pequeña fuente de subsistencia, que era su pequeña propiedad, se la habían quitado los más grandes, los más listos, los más ricos, y lo habían dejado sin nada. Y, entonces, estaban sometidos, eran siervos de los terratenientes. No tenían ni independencia ni libertad. Y el salmista lo que pretende es consolar a esta gente diciendo que ya Dios lo arreglará.

Pero Dios no lo arregla. En tiempos de Jesús la cosa seguía igual. Y Jesús dice que se arregla así. La frase del salmo dice: "Ellos poseerán tierra". Sin artículo, es decir, un terreno. El evangelista pone: "ellos poseerán la tierra". El salmo habla de cada familia; el evangelista habla de los sometidos, en general. Ya no es poseer un pedazo de tierra, como pensaba el Antiguo Testamento, sino que la tierra pasa a ser un símbolo. La tierra entera, que es como la tierra prometida. No es que se trate de que entre todos poseamos la tierra, como propiedad para cultivarla, sino que poseer la tierra todos en común es el símbolo de la libertad, de la autonomía e independencia de todos los hombres. O sea, los que estaban sometidos, los oprimidos, los que sufren la opresión, van a encontrar su libertad y su independencia. Y todo es efecto progresivo de la Historia del Mensaje del Evangelio. O debe serlo porque, hasta ahora, tampoco se ha visto ya que difícilmente han surgido comunidades cristianas al estilo de la primera bienaventuranza.

1.2.3 "Dichosos los que sufren, porque ésos van a recibir el consuelo" (5:5).

"Los que sufren" es una expresión tomada de Isaías 61, como la primera bienaventuranza. En este pasaje de Isaías viene una preciosa frase, que se repite en otros evangelios también, en la que dice "El Espíritu de Dios sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4:18-19). La primera bienaventuranza corresponde a la Buena Noticia a los pobres. Que los pobres ya van a ser dichosos porque esa pertenencia al Reinado de Dios va a suprimir todas las connotaciones negativas de la pobreza, que son la miseria y la dependencia. No hay miseria ni dependencia para los que son pobres por decisión. Se crea una sociedad nueva, donde esa comunión, esa solidaridad, ese poner en común las cosas, hace que nadie pase necesidad y nadie sea dependiente.

En Isaías esta frase se refiere a Sión, es decir, a Israel, aunque, naturalmente, en las Bienaventuranzas eso queda universalizado y ya no se trata del pueblo de Israel, sino de la Humanidad entera. Allí, lo que sufre Israel es la opresión: "Cambiará su luto en fiesta"... El luto es la opresión: Israel está sometido, está subyugado por otros pueblos mayores que él, y dentro de Israel existe una enorme injusticia. Hay una clase poderosa, rica, y hay un proletariado, miserable. Pues esto es lo que va a cambiar. Estos son los que sufren, los que sufren la opresión. Se trata de la opresión, según el texto de Isaías donde se inspira la Bienaventuranza.

De manera que aquí tenemos que los oprimidos van a ser dichosos. ¿Por qué? Porque van a encontrar el consuelo. Ese sufrimiento va a ser aliviado, consolado, suprimido. ¿Cómo será posible? Ya dijimos que el Reinado de Dios da origen a una sociedad alternativa, diferente, una sociedad propia del hombre, una sociedad donde los hombres son solidarios, son iguales, son libres, son hermanos bajo un mismo Padre. Ahora bien, la opción presente en la primera bienaventuranza constituye la comunidad cristiana, que es el lugar donde Dios reina y, una vez que existe esa comunidad cristiana, empieza el proceso liberador de la humanidad, que es una prioridad. Y la liberación es hacer posible que la gente pase de un estado negativo, que es el estado de opresión, de la falta de libertad, de injusticia, a un estado positivo donde exista la libertad, la autonomía, la justicia, el amor, la solidaridad, etc. Por tanto, lo que está diciendo el Evangelista es que el hecho de que empiece a existir por opción de la primera Bienaventuranza ese grupo humano, donde los valores mencionados ya son realidad, eso permitirá que la gente pueda encontrar un lugar de toda situación de injusticia.

La comunidad cristiana es el espacio donde los que sufren pueden encontrar el consuelo que necesitan, donde se acaba la opresión. De manera que, a medida que las comunidades cristianas van creando ese ambiente de solidaridad, de compartir, de la igualdad, etc., la gente que estaba oprimida deja de sufrir, porque ya no está oprimida, se ha liberado. La opresión está causada por un sistema económico-político, y esa gente se sale de ese sistema para entrar en otro. En lugar del sistema del dominio, está el sistema de la igualdad; en lugar del sistema de la acumulación del dinero, está el sistema del repartir, de la igualdad económica.

Las comunidades tienen que existir, y existen en virtud de la primera opción y, una vez que existen, tienen que anunciarlo, ser testimonio como Jesús. No se trata de imponer, convencer, sino de anunciar: "Señores, existe otra posibilidad, y aquí está a la vista. Vengan y lo verán". Y empieza el proceso liberador del hombre. De manera que no se trata de milagros, sino de la extensión de las comunidades cristianas, porque ya se ve que es posible. Si nosotros anunciamos esto sólo teóricamente, nos dirán que es una utopía, que es precioso, pero que no se puede llevar a cabo. Por eso, Jesús quiere que lo hagamos hoy; la utopía realizada hoy.

En pequeñas comunidades, como ya lo dice Jesús, en la parábola del "grano de mostaza" (Cfr. Mt 13:31-33), que apenas se ve, pero que va creciendo hasta hacerse un arbolito. Ya sabe él muy bien que siendo, además, una opción libre, no van a ser muchos los que empiecen, sabe muy bien que eso no va a ser nunca el árbol que cubra el universo entero o, por lo menos, no lo describe así. Dice que se hará un arbolito que subirá por encima de las acelgas y de las demás hortalizas de la huerta. Pero que se verá. Y dice: "Y allí pueden venir a poner su nido todos los pájaros del cielo". Esto está tomado de la profecía de Ezequiel, y los pájaros significan los paganos. Estos vendrán porque encontrarán aquí ese ideal de libertad y de justicia.

De manera que la idea de Jesús es que esa pequeña utopía se realice hoy para que se vea que es posible, para que se cree un espacio donde Dios reine en el mundo, y desde ahí salga una actividad de proclamación, una actividad de testimonio, que va a ir cambiando la situación de la humanidad, en el sentido de que los oprimidos, los que sufren, van a encontrar el consuelo. Se acabó la opresión.

1.2.4 "Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ésos van a ser saciados" (5:6).

Esta bienaventuranza resume a las otras dos utilizando una metáfora fuerte: "hambre y sed". Quiere decir que, sin justicia, el hombre no puede vivir. La vida en la injusticia es de muertos en vida. Lo mismo que el que no tiene que comer y no tiene que beber se muere, el que no tiene justicia es un muerto en vida. Esa es una vida que no es digna de vivirse. Y esta situación de injusticia resume las dos anteriores, y otros aspectos de la injusticia que se pueden presentar en el mundo. "Justicia" es aquí, naturalmente, la justicia entre hombre y hombre. La Justicia supone igualdad, supone dignidad, ser tratado como persona, supone libertad, autonomía, derecho a decidir por uno mismo, en fin, todo lo que constituye una persona humana.

Pero ¿Cómo hacer posible este ideal de comunidad? ¿Cómo poder entender esa renuncia al dinero en esta sociedad de hoy? ¿Cómo podemos entender esa solidaridad de unos con otros? ¿Cuáles son los canales? Esto hay que pensarlo, porque de las mismas Bienaventuranzas no se pueden sacar normas claras, ya que las circunstancias varían. Suponiendo el Espíritu, que es el deseo de hacerlo, el deseo de entrega, vamos a ver, con el talento que Dios nos ha dado, cómo lo llevamos a la práctica. Y luego, ya formada la comunidad, cómo esa comunidad puede incidir de alguna manera para que sea real esta liberación de la injusticia que el Señor propone, y que el Señor dice que tiene que ser efecto de esta comunidad. Esto hay que pensarlo dialogando, y hay que pensarlo imaginando, proponiendo, y hay que pensarlo experimentando. Y, si una cosa no resulta, probaremos de otra manera, pero por algún lado hay que empezar.

Las tres bienaventuranzas siguientes: quinta, sexta y séptima son las que expresan una situación positiva. Se refieren a la comunidad en su vida interior, su disposición interior. Las tres anteriores, refirieron situaciones negativas, el efecto que va a producir la existencia de la comunidad a plazo más o menos largo, y en una extensión más o menos grande, según las comunidades cristianas que haya.

1.2.5 "Dichosos los que prestan ayuda, porque ésos van a recibir ayuda" (5:7).

Esto se traducía por los "misericordiosos", pero no se trata de un mero sentimiento, sino de una ayuda. Como aquellas "obras de misericordia corporales", dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir a desnudo, etc. Esa es la bienaventuranza, Por lo tanto, se trata de prestar ayuda. "Dichosos los que prestan ayuda". Esta es la disposición de la comunidad.

"Porque ellos van a recibir ayuda". Dios ayuda a la comunidad que ayuda. De manera que no tengan miedo de ayudar, porque él nos ayuda. Aquí hay una acción directa de Dios en la comunidad misma. Una de las maneras como la comunidad va a ir haciendo esa acción liberadora que se ha descrito antes, es por su deseo y su práctica de prestar ayuda. Y, en eso, no tengan miedo, porque hay una promesa detrás: "porque ellos recibirán ayuda".

1.2.6 "Dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios" (5:8).

Su antecedente veterotestamentario lo encontraremos claramente en el Salmo 24: 4-5 (4: “El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura”. 5: “Él logrará la bendición de Yahveh, la justicia del Dios de su salvación”). El corazón es la interioridad de la persona considerada en su aspecto estático, o sea, permanente. "Limpio" es igual a "puro", aunque para nosotros es mejor decir "limpio", porque "puro" tiene demasiadas connotaciones. La persona que tiene el corazón "limpio" es la que no abriga mala intención para nadie. De hecho, el mismo Mateo lo explica, cuando dice que "lo que sale del corazón es lo que mancha al hombre, porque del corazón salen las malas ideas, los malos designios..." (Cfr. 15:11-20), y ya enumera una serie de cosas. De manera que las malas intenciones internas producen una serie de actos que son los que manchan al hombre. Lo que se hace con mala idea o con mala intención.

Por tanto, el corazón "limpio" es el que no tiene mala idea, ni mala intención contra nadie. Es de una benevolencia, de una disposición positiva y favorable para todo el mundo. No hay miedo de que esta persona nos traicione, ni nos ponga una zancadilla, ni tenga un propósito oculto de explotación que no aparece en lo que dice. Precisamente, esa transparencia, esa sinceridad, esa autenticidad es la que, realmente, hace que la comunidad sea diferente. Porque el mundo no suele ser así. En el mundo todo son segundas intenciones, propósitos inconfesados, para ver cómo aprovecharse del prójimo. Aquí es todo lo contrario. Es el comportamiento transparente y sencillo que caracterizó a Jesús.

La promesa que se hace en esta ocasión es que "verán a Dios". La primera de este grupo -"dichosos los que prestan ayuda" - se refería al acto exterior de la comunidad. Acto exterior hacia otros; entre ellos y hacia otros. Esta ya va a lo interior, es la disposición interior. Al acto exterior corresponde el acto de Dios que también podemos llamar exterior: "reciben ayuda". Pero aquí, estamos en una disposición interior, que se traduce inmediatamente en conducta, porque uno actúa como es por dentro. Si uno por dentro es complicado, enrevesado, con mala intención, los actos que produzca serán así. Si uno por dentro es sencillo, pacífico, amoroso, lo que le salga será eso. A la larga se ve enseguida. Y esta bienaventuranza dice que, a esa disposición de amor interior hacia los demás, corresponde la visión de Dios. Esos van a tener una experiencia directa e inmediata de Dios en su vida.

1.2.7 "Dichosos los que trabajan por la paz, porque a ellos los va a llamar Dios hijos suyos" (5:9).

Esta bienaventuranza reúne las dos anteriores, pero aquí lo que hay que entender es el concepto de "paz", que es necesario interpretarlo según el mundo de ideas hebreo. La "paz" no es solamente lo que nosotros llamamos que no haya guerra. La paz significa la prosperidad, las buenas relaciones humanas, el derecho y la justicia. Es decir, la felicidad del hombre. No solamente que haya dos reconciliados. Por supuesto, eso entra, pero entra sobre todo el concepto de prosperidad, tranquilidad, excelente relación humana, hermandad, derecho y justicia. Es la felicidad.

"Dichosos los que trabajan por la felicidad de los hombres, porque a ellos los llamará Dios hijos suyos". La razón es porque hijo es el que se comporta como su padre. En el lenguaje de los evangelios hijo no es solamente el que nace del vientre de la madre, sino el que se parece a su padre, el que asume comportamientos propios de su padre. Ese es el hijo. El que no se comporta como su padre no es su hijo, aunque haya nacido de él.

Por esta razón, Dios, a los que trabajan por la felicidad del hombre, los va a llamar hijos suyos. Porque todo el interés de Dios es la felicidad de los hombres y, a los que la hacen posible, los va a llamar hijos suyos. Y "llamarles" significa que lo son y que son reconocidos como tales, ya que "llamar", en este lenguaje griego-semítico, significa ser algo y ser reconocido como tal. Por tanto, a éstos va a llamarlos Dios hijos suyos pero, además, van a ser reconocidos como hijos de Dios, es decir, van a irradiar al mundo lo que es la imagen del verdadero Dios.

1.2.8 "Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad, porque ésos tienen a Dios por Rey" (5:10).

Esta última bienaventuranza, como anotamos al inicio, está en paralelo con la primera porque, al igual que ella, está en presente. Además, éstas dos son las más paradójicas de todas. "Dichosos los que eligen ser pobres" y "dichosos los que viven perseguidos" son dos enormes paradojas.

“Aquí en la traducción, hay que explicar el "vivir perseguidos", porque la forma griega significa eso: un estado continuo, y la última palabra -la "fidelidad"- se suele traducir por la "justicia", pero no es la justicia; significa la "justa relación con alguien". Puede ser la relación de vida con Dios o la relación de vida con el hombre. La relación que debemos a Dios es la fidelidad y la relación que debemos al hombre es la de justicia u honradez. De manera que la traducción de esta palabra depende del contexto: porque la palabra es muy amplia y, según el contexto en que se use, así hay que traducirla. Aquí se trata de la fidelidad a Dios que, al mismo tiempo, es la fidelidad al hombre, pero es la fidelidad a ese compromiso primero que se ha hecho, a esa opción de la primera bienaventuranza.”

Inmediatamente después, Jesús va a ampliar esta bienaventuranza, aplicándosela ya directamente a los discípulos y, entonces, les dice: "Dichosos ustedes cuando les persigan por causa mía". Esa fidelidad por causa suya, es la fidelidad a Jesús, la fidelidad a su mensaje, la fidelidad al compromiso hecho en la primera bienaventuranza, a esa opción por la pobreza, a ese renunciar a la idolatría del dinero que implica elegir entre dos dioses -el Dios verdadero, el Padre, o el dinero, la idolatría-, mantenerse en esa opción es mantenerse en la fidelidad a Dios.

De esta manera, cuando una comunidad rechaza, niega -no solamente de palabra, sino con su práctica- los valores en que se funda la sociedad existente, que son la ambición del dinero, del honor y del poder, evidentemente esa comunidad, en cuanto empiece a notarse, se hace enormemente molesto para esa sociedad y, por tanto, será perseguido. Lo persigue de una manera o de otra, dependiendo de las épocas, de los regímenes, etc. Por tanto, de una forma o de otra viene la persecución.

Por lo tanto, la comunidad cristiana, naturalmente, tiene que chocar con todo régimen político, porque profesa una serie de valores que la hacen ser diferente, alternativa. Sin embargo, hay que ser realistas y saber que en una sociedad donde la gente no ha hecho opción por los demás, sino por su propio egoísmo -como la que tenemos aquí y en cualquier parte del mundo-, una sociedad donde cada uno busca sólo su interés y su lucro personal, naturalmente tiene que haber alguien que asegure un mínimo de convivencia. Eso está claro. De manera que, no es que el cristiano sea un utópico en el sentido de decir que "hay que suprimir todo poder, toda economía de mercado, todo capital ahora mismo", ya que eso no se puede, porque la nueva sociedad, ésta que Jesús propone y cuya norma son las Bienaventuranzas, se hace por opción personal y libre.

¿Por qué dice que "ellos tienen a Dios por rey?” Porque ellos experimentan el Reinado de Dios sobre ellos. De manera que, en medio de esa persecución más o menos cruenta, más o menos molesta, siempre hay una alegría particular, porque se tiene la experiencia de que Dios está con nosotros. Por tanto, no hay que deprimirse; es más, es el éxito de la comunidad. Esto no quiere decir que haya que procurar atraer persecuciones: nada de atraérselas, sino sencillamente vivir de esta manera y, si vienen, es buena señal, aquí estamos, pues eso significa que se está haciendo "daño" a la sociedad injusta.

Aquí acaban las ocho bienaventuranzas a través de las cuales se expresa el ser creatural de Jesús y por tanto de todo ser humano auténtico que desde su apertura a Dios, busca la creación de una sociedad nueva. La alternativa que Jesús propone desde su vivencia de las bienaventuranzas es una sociedad fundada sobre valores tales como: el compartir, la igualdad, el servicio, la entrega, y la solidaridad humana profunda, tan profunda que puede llegar a dar la vida por los demás. Esta comunidad, empieza por una opción libre, nunca por imposición, y esta opción se hace en virtud del sentimiento de justicia que se tenga.

Si no se quiere ser cómplice de esa injusticia que se produce por la acumulación de riqueza de toda clase, dinero, cultura etc.; si se tiene dinero, es necesario ver cómo compartirlo, cómo ser solidario, de qué manera conseguir que el dinero ya no sea el centro de la vida. Si se tiene cultura, habrá que ver cómo ponerla al servicio de los demás. No se trata de ser inculto si los demás lo son: no se trata de identificarse con la miseria, sino de solidarizarse con la miseria, que no es lo mismo. Algunas veces se dice "Jesús se identifica con los más pobres y miserables"; pero no se identifica. El nunca es pobre ni miserable. Es pobre porque no tiene dinero, pero nunca sufre pobreza, ni sufre hambre, ni sufre miseria, porque él está en la alternativa: aunque no haya dinero, no haya capital, no existe nunca miseria, como dice la bienaventuranza. Jesús no se identifica, se solidariza con los pobres para hacer que salgan de ahí. Por eso pone la metáfora del médico: éste no se hace enfermo con el enfermo, sino que procura que salga de su mala situación.

Cuando esta actitud empieza a darse, cuando esta comunidad empieza a trabajar, recordemos que trabajar es aliviar el sufrimiento de los oprimidos (2ª bienaventuranza) o es procurar que el hombre que está sometido y dependiente tenga su autonomía o que, de cualquier manera, reine la justicia para los que tienen hambre y sed de justicia. Este grupo se presenta ante la sociedad como gente que está dispuesta a prestar ayuda, sabiendo que Dios se las va a prestar a ellos. Gente transparente, sincera, auténtica, que no busca nunca su propio provecho, ni tiene segunda intención y que se dedica a trabajar por la felicidad de los demás. Y entonces, si existe ese grupo con esta dedicación, poquito a poco se irá haciendo la liberación del hombre. Y, si no, pues no se hará. Porque Dios está detrás de todo, ¡claro! pero él cuenta con nuestra libertad y nuestra colaboración. Y, si nosotros no queremos colaborar..., su acción queda suspendida. Dios es amor y, por tanto va derramando su torrente de amor, pero ese amor será eficaz si nosotros lo ponemos en circulación, si le abrimos canales; si no los tiene, se queda impotente.

Contenido:
1. Las Bienaventuranzas: concreción del modo de ser de Jesús. 1
1.1 Estructura de las Bienaventuranzas 1
A. La opción 2
B. Efecto liberador 2
C. Labor de la comunidad 3
D. Fidelidad y persecución 3
1.2 Las Bienaventuranzas = Ser creatural. 4
1.2.1 "Dichosos los que eligen ser pobres" (5:3). 4
1.2.2 "Dichosos los sometidos, porque ésos van a heredar la tierra" (5:4). 6
1.2.3 "Dichosos los que sufren, porque ésos van a recibir el consuelo" (5:5). 8
1.2.4 "Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ésos van a ser saciados" (5:6). 10
1.2.5 "Dichosos los que prestan ayuda, porque ésos van a recibir ayuda" (5:7). 10
1.2.6 "Dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios" (5:8). 11
1.2.7 "Dichosos los que trabajan por la paz, porque a ellos los va a llamar Dios hijos suyos" (5:9). 12
1.2.8 "Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad, porque ésos tienen a Dios por Rey" (5:10). 13"

Seguir a Jesús hoy en A.L

Ser Cristiano en América Latina

Víctor Codina sj

Contenido:

INTRODUCCION

PRIMERA PARTE

¿QUE SIGNIFICA SER CRISTIANO HOY EN AMERICA LATINA?

1. AMERICA LATINA CONTINENTE POBRE Y CRISTIANO

2. SER CRISTIANO NO ES SIMPLEMENTE. . .

3. SER CRISTIANO ES SEGUIR A JESUS

4. ALGUNAS CARACTERISTICAS DEL SEGUIMIENTO DE JESUS EN AL HOY

INTRODUCCION

Un compañero mío, con amplia experiencia pastoral, me pidió hace un año que escribiese una especie de iniciación a la vida cristiana, que pudiese servir para enseñar a adultos los puntos básicos del cristianismo.

Acepté, ingenuamente, la invitación, pero al correr de los meses he ido viendo lo arriesgado de la empresa. No se me pedía ni un credo, ni un catecismo, ni un manual de teología dogmática, sino algo más nuclear y elemental: una especie de síntesis de la vida cristiana.

En realidad no soy el primero en intentar acometer esta tarea. Hay una larga lista de ilustres teólogos, sobre todo del mundo alemán, que han intentado responder a la pregunta: ¿Qué es ser cristiano?: R. Guardini, H.U. von Balthasar, W. Kasper, J. Ratzinger, K. Rahner, H. Kung..., por sólo citar algunos de los nombres más conocidos, han escrito densos y a veces gruesos volúmenes de introducción al cristianismo. ¿Pero quién se atreverá a ofrecer a una pareja de campesinos latinoamericanos que se van a casar por la Iglesia, tal vez después de muchos años de vivir ya juntos, las casi ochocientas páginas del Ser Cristiano de H. Kung?. Todas estas obras responden a un ambiente social y a una problemática teórica que no son los de las mayorías populares de América Latina.

Dudo mucho que mis páginas respondan a la expectativa de mi compañero. Seguramente no serán fácilmente comunicables a la pareja de campesinos que van a contraer matrimonio. Pero espero que por lo menos ofrezcan a los agentes pastorales algunas pistas para la reflexión y el diálogo sobre cómo ser cristiano hoy y aquí en América Latina.

Este diálogo no puede reducirse a explicar y a hacer aprender de memoria el Credo, los Mandamientos, los Sacramentos y el Padre Nuestro, que son como los cuatro pilares clásicos del catecismo tradicional. Nuestro pueblo espera de la Iglesia algo más que unas fórmulas para aprende de memoria, por más que no se pueda despreciar el papel de la memoria. El pueblo espera, sobre todo, un camino, un aliento liberador, una orientación que dé sentido evangélico a la lucha de cada día por sobrevivir, el sentirse acompañado por la bendición de Dios en su pobre vida, tan llena de sufrimientos.

La primera parte de este folleto intentará dar una respuesta a esta inquietud.

La segunda parte, que expone diversas claves de lectura del cristianismo pretende justificar el por qué de la definición de cristianismo que se da en la primera parte. Más larga, y tal vez menos sencilla, quiere ser algo así como "el libro del maestro". No siempre se ha presentado igualmente la fe cristiana. ¿Por qué hoy en América Latina se insiste más en unos aspectos que en otros?.

Esta segunda parte puede ser útil para comprender la evolución histórica de las formulaciones cristianas y para ubicarnos mejor en la Iglesia latinoamericana de hoy.

Sin la sugerencia de mi compañero, seguramente no hubieran nacido estas páginas. Tampoco sin el aliento de grupos cristianos y de comunidades populares, que expresaron que estas formulaciones respondían a sus inquietudes. La teología cada día ha de estar más a la escucha del clamor popular.

El Autor

PRIMERA PARTE

¿QUE SIGNIFICA SER CRISTIANO HOY EN AMERICA LATINA?

1. AMERICA LATINA CONTINENTE POBRE Y CRISTIANO

América Latina es, desde hace cuatro siglos, un continente pobre y cristiano. La inmensa mayoría del continente vive en situaciones de hambre y miseria, que se manifiestan en la mortalidad infantil, muy elevada, falta de vivienda digna, problemas de salud, salarios bajísimos, desempleo y subempleo, inestabililidad laboral, migraciones masivas, analfabetismo, marginación de indígenas y afro-americanos, esclavitud de la mujer, etc. (DP 29-41). A estos problemas económicos se suman los que nacen de los abusos de poder, típicos de los gobiernos de fuerza (DP 42-46).

Pero este pueblo es cristiano, y en su mayoría católico. Esto implica no sólo haber sido bautizado, sino haber asimilado los valores profundos del Evangelio, que se han insertado en sus riquezas humanas, culturales y religiosas ancestrales.

Ahora bien, resulta contradictorio con el ser cristiano, la forma como muchos cristianos de América Latina viven su fe. Por una parte, una minoría rica y poderosa, se llama cristiana y defensora de la tradición occidental y utiliza la fe como instrumento para mantener sus privilegios de grupo social, sometiendo a las mayorías a una situación infrahumana. Por otro lado, grandes masas populares viven su fe cristiana de forma alienante. Para muchos, la fe es sólo una ayuda para resignarse más fácilmente y esperar la compensación del premio en la otra vida. El cristianismo se convierte de hecho en una droga, en anestésico adormecedor.

Puebla reacciona frente a esta situación:

"Vemos a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes masas. Esto es contrario al plan del creador y al honor que le debe. En esta angustia y dolor la Iglesia discierne una situación de pecado social, de gravedad tanto mayor por darse en países que se llaman católicos y que tienen capacidad de cambiar (DP 28).

Frente a esta situación de pobreza y de cristianismo alienante y alienado, surge hoy en toda América Latina una doble toma de conciencia. Por un lado, se comienza a ver esta situación de pobreza como no casual ni natural, sino fruto de estructuras económicas, sociales y políticas injustas (DP 30).

Y también existe en toda América Latina un despertar cristiano, que ayuda a comprender que el Evangelio no puede servir de excusa para oprimir al pueblo, ni de droga para no intentar cambiar la situación.

Es en este contexto, relativamente nuevo, desde donde brota la pregunta, ¿qué es ser cristiano hoy en América Latina? La pregunta por el significado del cristianismo no es nunca abstracta, sino que siempre dice referencia concreta a un lugar y a una época. Por esto, antes de intentar responder a esta cuestión, es preciso reflexionar desde dónde se hace la pregunta. Desde el continente de América Latina, pobre y cristiano, que comienza a tomar conciencia de su doble condición de pobre y de creyente, surge la pregunta sobre el significado de la vida cristiana. Seguramente ser cristiano es diferente de lo que muchos han creído hasta ahora.

2. SER CRISTIANO NO ES SIMPLEMENTE. . .

Antes de responder de forma positiva a la pregunta sobre el ser cristiano, es necesario deshacer los equívocos de falsas o insuficientes definiciones del cristianismo.

1. Ser cristiano no es simplemente hacer el bien y evitar el mal.

Hay muchas personas honestas, que trabajan por construir un mundo mejor e intentan luchar contra la corrupción y la injusticia. Les mueven motivos nobles y una ética humanística. Sin embargo, a pesar de sus aportes positivos y sus valores humanos, no por esto pueden ser llamados propiamente cristianos.

2. Ser cristiano no es simplemente creer en Dios. judíos y mahometanos, budistas e hindúes, y miembros de otras grandes religiones de la humanidad, creen en Dios, origen y fin último de todo, pero no creen en Jesucristo. Por más que sus vidas y esfuerzos estén bajo el amor providente de Dios y la fuerza de su Espíritu, no pueden ser llamados cristianos.

3. Ser cristiano no consiste simplemente en cumplir unos ritos determinados. Toda religión posee ceremonias y ritos simbólicos, pues de lo contrario se convertiría en un mero intelectualismo ético para minorías. Pero no basta haber sido bautizado, haber hecho la primera comunión, asistir a procesiones, peregrinar a santuarios marianos, celebrar festividades para poder ser identificado como cristiano. Los fariseos del tiempo de Jesús eran muy fieles en sus ritos y sin embargo Jesús los denunció cómo hipócritas (Mt 23). El rito es necesario, pero no suficiente para ser cristiano.

4. Ser cristiano no se limita a aceptar unas verdades de fe, en unos dogmas, recitar el Credo o saberse el catecismo de memoria. Muchos que profesan la doctrina cristiana recta, están en la práctica muy lejos del Evangelio. Es necesario aceptar la fe de la Iglesia, conocer sus leyes y preceptos, pero esto no basta para ser cristiano. El cristianismo no es sólo una doctrina.

5. Ser cristiano no se identifica con seguir una tradición, que se mantiene de siglos a través de un ambiente. Toda religión reconoce la importancia del peso de la historia, pero el cristianismo no es simplemente una cultura, un folklore, un arte, una costumbre inmemorial que se transmite a través de los años.

6. Ser cristiano no puede consistir únicamente en prepararse para la otra vida, esperar en el más allá, mientras uno se desinteresa de las cosas del presente o se limita a sufrirlas con resignación. La fe cristiana afirma la existencia de una vida eterna y la consumación de la tierra pero la esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar la preocupación por transformar y cambiar esta historia (GS 39). Por esto no se puede llamar cristiano a quien se inhibe de las preocupaciones históricas, con la excusa del cielo futuro.

Ser cristiano no se identifica con ninguna de estas posturas u otras semejantes. Algunas son previas al cristianismo (hacer el bien, creer en Dios), otras admiten elementos necesarios pero no suficientes (practicar ritos, aceptar verdades), otras son mutilaciones del cristianismo (reducirlo a una tradición o a la espera de los bienes eternos). Seguramente la contradicción del cristianismo de América Latina nace de que muchos cristianos se identifican con algunas de estas formas inadecuadas de cristianismo. El resurgir de la Iglesia latinoamericana está ligado a una visión más auténtica del ser cristiano.

3. SER CRISTIANO ES SEGUIR A JESUS

No se puede ser cristiano al margen de la figura histórica de Jesús de Nazaret, que murió y resucitó por nosotros y Dios Padre le hizo Señor y Cristo (Hch 2,36). Lo cristiano no es simplemente una doctrina, una ética, un rito o una tradición religiosa, sino que cristiano es todo lo que dice relación con la persona de Jesucristo. Sin él no hay cristianismo. Lo cristiano es El mismo. Los cristianos son seguidores de Jesús, sus discípulos. En Antioquía, por primera vez los discípulos de Jesús fueron llamados cristianos (Hch 11,26).

La vida cristiana es un camino (Hch 9,2), el camino de seguimiento de Jesús. Los Apóstoles, primeros seguidores de Jesús, son el modelo de la vida cristiana. Ser cristiano es imitar a los Apóstoles en el seguimiento de Jesús. De los Apóstoles se dice que siguieron a Jesús. (Lc 5,11) y a este seguimiento es llamado todo bautizado en la Iglesia. Los Apóstoles no fueron únicamente los discípulos fieles del Maestro, que aprendieron sus enseñanzas, como los jóvenes de hoy aprenden de sus profesores. Ser discípulo de Jesús comportaba para los Apóstoles estar con él, entrar en su comunidad, participar de su misión y de su mismo destino (Mc 3,13-14; 10, 38-39). Seguir a Jesús hoy no significa imitar mecánicamente sus gestos, sino continuar su camino "pro-seguir su obra, per-seguir su causa, con-seguir su plenitud" (L. Boff). El cristiano es el que ha escuchado, como los discípulos de Jesús, su voz que le dice: "Sígueme" (Jn 1,39-44; 21,22) y se pone en camino para seguirle.

¿Pero qué supone seguir a Jesús?

1. Seguir a Jesús supone reconocerlo como Señor.

Nadie sigue a alguien sin motivos. Los Apóstoles siguieron a Jesús porque reconocieron que El era el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29-37), el Mesías, el Cristo (Jn l,41), Aquél de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas (Jn 1,45), el Hijo de Dios, el Rey de Israel (Jn 1,49). Ante Jesús, Pedro exclama antes de seguirle: "Señor, apártate de mí, que soy un pecador" (Lc 5,8). Los Apóstoles reconocen que Jesús es Aquél que los profetas habían anunciado como Mesías futuro y que Juan Bautista había proclamado como ya cercano (Jn 1,26; Lc 3,16).

Hoy el cristiano reconoce a Jesús como el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), la Puerta (Jn 10,7), la Luz (Jn 8,12), el Buen Pastor (Jn 10,11, 14), el Pan de Vida (Jn 6), la Resurrección y la Vida (Jn 11,25), la Palabra encarnada (Jn 1,l4), el Cristo, el Hijo del Dios Vivo, (Mt 16,16), el Hijo del Padre (Jn 5,19-23; 26-27; 36-37; 43 ss), el que existe antes que Abraham (Jn 9,58), el Señor Resucitado (Jn 20-21), el Juez de Vivos y Muertos (Mt 35,31-45), el Principio y el Fin, el que es, era y ha de venir, el Señor del Universo (Ap 1,8).

El cristiano no sigue, pues a cualquiera, sino al Señor de quien parte la iniciativa para que le sigamos. El es quien siempre llama y nos dice a cada uno de nosotros "Sígueme". El llamado viene de El, a través de la Escritura, de la Iglesia o de los acontecimientos de la historia. Ante esta vocación el cristiano exclama como Pedro: ¿"Señor a quién iríamos"? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo Dios " (Jn 6,68).

La fe cristiana no consiste propiamente en aceptar doctrinas, sino en reconocer a Jesús como Señor y seguirle. El Credo es la profesión de fe del que sigue a Cristo. El Credo que se enseñaba a los catecúmenos en el tiempo de preparación al bautismo, no era una simple lección de memoria, sino la contraseña que les identificaba como seguidores de Jesús ante el mundo. Sabían a quien seguían, sabían de quién se habían fiado, y como Pablo, todo lo consideraban basura en comparación de haber conocido y poder seguir a Cristo (Flp 3,7-21).

Seguir a Jesús es convertirse al Señor, cambiar la orientación de la vida. Significa escoger la vida en vez de la muerte (Dt 30,19). Significa renunciar al Maligno y su imperio de muerte (Jn 8,44) y adherirse a Cristo. Los primeros cristianos en el catecumenado realizaban una solemne renuncia a Satanás y sus estructuras antes de adherirse a Cristo por el bautismo. Todavía quedan en nuestra liturgia bautismal los vestigios de esta renuncia. Pero todo ello debe hoy profundizarse. Nadie puede servir a dos señores, a Dios y al dinero (Mt 6,24).

2. Seguir a Jesús significa aceptar su proyecto

Jesús tiene un proyecto, una misión: anunciar y realizar el Reino de Dios (Mc 1,15). Este es el plan que el Padre le ha encomendado, formar una gran familia de hijos y hermanos, un hogar, una humanidad nueva, los nuevos cielos y la nueva tierra que los profetas habían predicho (Is 65, 17-25). Esta es la gran Utopía de Dios, el auténtico paraíso descrito simbólicamente en el Génesis (Gen 1-2), donde la humanidad vivirá reconciliada con la naturaleza, entre sí y con Dios, de modo que el hombre sea señor del mundo, hermano de las personas e hijo de Dios (DP 322). Esta gran Buena Noticia es algo integral, ya que abarca a toda la persona humana (alma y cuerpo), a todo el mundo (personas y comunidades) y aunque consumará en el más allá, debe comenzar ya aquí en nuestra historia. Este Reino de Dios es liberación de todo lo que oprime a la humanidad, del pecado y del Maligno (EN 9). Es en este contexto que tiene sentido explicar y aprender el Padre Nuestro, como se hacía en el antiguo catecumenado. El Padre Nuestro no es sólo una fórmula para orar, sino un compendio del programa de Jesús. El Reino del Padre, el cumplimiento de su voluntad, un mundo donde haya pan y perdón, liberado de todo mal y victorioso de toda tentación. En ello el Padre es glorificado, pues la gloria de Dios consiste en que el Reino de Dios venga a la humanidad y todo el mundo viva como hijo del Padre.

Las parábolas del Reino hablan de esta gran Utopía de Dios como un tesoro y una perla, por cuya adquisición vale la pena venderlo todo (Mt 13,44-46). Los Apóstoles ante el proyecto de Jesús, dejan sus barcas y redes y le siguen (Lc 5,11), mientras que el joven rico se alejó triste de Jesús porque tenía muchas riquezas y no quería aceptar el proyecto de fraternidad universal de Jesús (Mt 19,22). Para seguir a Jesús las riquezas son un gran impedimento (Mt 19,23-21; Lc 6,24-26; 12,13-24), lo cual contrasta con la opinión y la práctica de muchos ricos de América Latina, que se consideran muy cristianos.

3. Seguir a Jesús supone proseguir su estilo evangélico

El programa de Jesús, el Reino de Dios, es inseparable de su persona, en el Reino de Dios se encarna y personifica, con El el Reino se acerca a la humanidad (Lc 11,20). Jesús posee un estilo peculiar de anunciar y realizar el Reino.

Nacido pobre (Lc 2,6-7), hijo de una familia trabajadora sencilla (Lc 1,16; 4,22; Mc 6,3), se siente enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres (Lc 4, 18) y sanar a pecadores, enfermos y marginados (Lc 7,21-23). Jesús a lo largo de su vida va discerniendo lentamente su misión y el camino que el Padre desea. Rechaza las tentaciones de poder y prestigio (Lc 4), reconoce que el Padre revela el misterio de Dios a los sencillos y lo oculta a los sabios y prudentes (Mt 11,25-26), se va solidarizando en todo a los hombres menos en el pecado (Hb 4,15), se compadece del pueblo disperso como ovejas sin pastor (Mc 34), bendice al pueblo pobre (Lc 6,21-23) y maldice a los ricos (Lc 6,24-26) y a los fariseos hipócritas (Mt 23).

Hace de los pobres los jueces de la humanidad y toma como hecho a sí mismo cuanto se haga u omita con los pobres (Mt 25, 31-45; Mc 9, 36-37).

Esta opción de Jesús le produjo conflictos y le llevó a la muerte. Su muerte es un asesinato tramado por todos sus enemigos, pero su resurrección no sólo es el triunfo de Jesús , sino la confirmación por parte del Padre de la validez de su camino. Mientras vivió en este mundo, Jesús fue tenido por loco (Mc 3,21), blasfemo (Mt 26,65), borracho (Lc 7,34), endemoniado (Lc 11,15), pero el Padre resucitándolo muestra que el camino de Jesús es el auténtico camino del Reino y que Jesús tenía razón en haber seguido el estilo evangélico del Siervo de Yavé (Is 42;49;50;53). Lo proclamado misteriosamente en el Bautismo (Mc 1,9-11) y la Transfiguración (Mc 9, 1-8), se realiza en la Resurrección: Jesús es realmente el Hijo del Padre y a El hay que escucharle y seguirle. Seguir a Jesús es tomar la cruz y perder la vida, pero para ganar la vida y salvarse (Mc 8,34-35).

Algunos resumen este estilo evangélico en los Mandamientos de la ley de Dios, ofrecidos por Moisés al pueblo de Israel (Ex 20, 1,21; Dt 5). Pero el decálogo deberá entenderse a la luz de la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 20,1; Dt 5, 6 ) y por lo tanto como leyes para vivir en la libertad de los hijos de Dios, como camino de bendición y de vida, para evitar la esclavitud, la maldición y la muerte (Dt 30, 29-31). Pero en todo caso el decálogo debería completarse con las Bienaventuranzas del NT (Mt 5; Lc 6), que marcan el camino del Evangelio y radicalizan y completan el AT. El camino de Jesús no es de los Faraones y poderosos de este mundo, sino el de la libertad, la fraternidad y la solidaridad con el pueblo pobre. Este es el camino de bendición que lleva a la vida, mientras que el otro conduce a la maldición y a la muerte propia y ajena. Jesús bendice al pueblo pobre y maldice a los ricos. Este es el estilo evangélico de Jesús, que a través de la cruz lleva a la Resurrección.

4. Seguir a Jesús es formar parte de su comunidad

Jesús aunque llamó a los discípulos personalmente, uno por uno, a su seguimiento, formó con ellos un grupo, los doce, a los que luego se añadieron hombres y mujeres hasta constituir una comunidad: la comunidad de Jesús (Lc 8,1-3). Este modo de actuar del Señor no es casual, sino que corresponde al plan de Dios de formar un pueblo, a lo largo de la historia, para que fuese semilla y fermento del Reino de Dios (LG 9 ). El pueblo de Israel en el AT, fue elegido y formado lentamente por Yavé, desde Abraham hasta María, era figura y semilla del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, que Jesús preparó y que nació por obra del Espíritu en Pentecostés (Hch 2). La Iglesia es la comunidad que mantiene la memoria de Jesús a través del tiempo, es su Cuerpo visible en la historia (1 Cor 12), continúa profetizando el proyecto de Jesús a todos, anuncia el Reino a los pobres, denuncia el pecado y va realizando la fraternidad y la filiación de la humanidad, hasta hacer de ella la nueva humanidad, los nuevos cielos y la nueva tierra en la nueva Jerusalén, donde existirá plena comunión entre Dios y la humanidad (Ap 21).

La Iglesia prolonga en la historia el grupo de discípulos de Jesús y es la comunidad que prosigue la misión de Jesús en este mundo. Es sacramento de Jesús, sacramento de salvación liberadora en nuestra historia concreta (LG 1;9; 48). Sus pastores (Papa, Obispos. . .) le guían en esta misión, prolongando la función de Pedro y los Apóstoles (Mt 16,18-19). Los sacramentos no son simples ritos para la salvación individual, sino momentos fuertes de la vida de la comunidad eclesial, y su centro es la Eucaristía, el sacramento que alimenta a la Iglesia con el Cuerpo y Sangre de Cristo y la va edificando como Cuerpo de Cristo en la historia (1 Cor 10,17). La catequesis de los sacramentos debe enmarcarse dentro de la comprensión de la Iglesia como comunidad de Jesús.

Querer seguir a Jesús al margen de la Iglesia es un peligroso engaño ya que, como Pablo descubrió en su conversión (Hch 9,5-6), la comunidad de los cristianos es el Cuerpo de Jesús (l Cor 12, 27), es Cristo presente en forma comunitaria. Pero la Iglesia deberá continuamente convertirse al Reino de Dios, objetivo central de su misión, y deberá recordar siempre que Jesús siendo rico se hizo pobre ( 2 Cor 8,9j) y fue enviado para evangelizar a los pobres y salvar lo perdido (Lc 4,l8; 19,10), como el Vaticano II proclama (LG 8) y la Iglesia de América Latina ha recogido al hablar de la opción preferencial por los pobres (DP 1134).

5. Seguir a Jesús es vivir bajo la fuerza del Espíritu

Seguir a Jesús, formar parte de su comunidad, continuar su proyecto en la historia de hoy, son realidades que nos superan. Por esto Jesús prometió el Espíritu a sus discípulos (Jn 14, l7) y este Espíritu es la fuerza y el aliento vital que anima, vivifica, guía, santifica, enriquece y lleva a su plenitud la comunidad de los seguidores de Jesús (LG 4). El Espíritu convierte el seguimiento en una vida nueva en Cristo, en una comunión vital con el Resucitado en su Iglesia, nos hace pasar de la ética voluntarista a la mística del permanecer en El y vivir de su savia vital, como el sarmiento en la vid (Jn 15).

Este Espíritu, don de Dios para los tiempos del Mesías (Jl 2) es un Espíritu de justicia y derecho para los pobres y oprimidos (Is 11; 42; 61), el Espíritu que guió toda la vida y la misión de Jesús (Lc 4,18), el cual ungido por el Espíritu pasó por el mundo haciendo el bien y liberando de la opresión del Maligno (Hch 10,38). Este Espíritu es el que nos hace llamar a Dios, Padre (Gal 4,4) y es el que gime en el clamor de la creación y de los pueblos en busca de su liberación (Rm 8,18-27). En el clamor de los pobres de América Latina, el Espíritu clama y pide liberación (DP 87-89). Este Espíritu es el que da fortaleza a los perseguidos y mártires del continente (Mc 13,11) y es el que da esperanza y alegría al pueblo de América Latina, haciéndole esperar días mejores: son dolores de parto de algo nuevo que está naciendo(Jn l6,21).

Seguir a Jesús implica aceptar y comenzar a vivir todo esto. Es un camino que requiere discernimiento para ir recreando en cada instante de la historia las actitudes de Jesús y los llamados de su Espíritu. Por todo ello ser cristiano en América Latina exige hoy una postura concreta de seguimiento de Jesús.

4. ALGUNAS CARACTERISTICAS DEL SEGUIMIENTO DE JESUS EN AMERICA LATINA HOY

Este seguimiento de Jesús hoy en América Latina, debe revestir algunas características peculiares, dada la situación de pobreza y miseria de un continente mayoritariamente cristiano.

1. Ser cristiano en América Latina hoy, supone un cambio de actitud, ya que no puede prolongarse por más tiempo la situación de una fe que encubra la injusticia social, sirviendo de instrumento de dominación para unos pocos y de resignación para la mayoría. Este cambio de actitud supone una conversión tanto de corazón como de mentalidad y sobre todo de práctica cristiana. Podríamos resumir esta conversión como el paso de una religiosidad meramente sociológica a una fe personal; de una religiosidad meramente de conceptos y doctrina a una fe vital y existencial; de una religiosidad espiritualista a una fe integral e histórica; de una religiosidad meramente privada a una fe pública; de una religiosidad individualista a una fe comprometida y solidaria con los sectores populares y empobrecidos.

2. Ser cristiano en América Latina hoy significa una clara actitud de rechazo y denuncia de la realidad injusta de América Latina, ya que es pecado y contraria a los planes de Dios (DP 28). Dios no quiere que el continente de América Latina siga marcado por los signos de muerte: muerte precoz, vida inhumana, muerte violenta. Esta situación de muerte nace del pecado personal y social de América Latina y de una auténtica idolatría: el dinero, la riqueza, la plata se absolutiza como el Dios absoluto (Col 3,5), al que se somete todo lo demás. El cristianismo frente a esta situación, debe recordar que nadie puede servir a dos señores, a Dios y a la riqueza (Mt 6.24) y que debe renunciar al dominio de Satanás en su vida personal y social, como los primeros cristianos hacían antes de bautizarse y adherirse a Cristo. Ser cristiano en América Latina supone un corte radical con todo lo que sea injusticia, corrupción, opresión, violación de derechos humanos, mentira.

Para esta conversión necesitamos más que nunca de la oración y de la ayuda del Señor. Sólo El que expulsando demonios demostró la fuerza victoriosa del Reino de Dios y del Espíritu de Dios (Lc 11,20), es capaz de realizar en América Latina este gran exorcismo personal y colectivo que nos libere de la esclavitud demoníaca que nos tiene apresados. Es preciso tomar postura: quien acepta y fomenta la situación de injusticia, no puede estar con Cristo (Lc 11,23).

3. Ser cristiano en América Latina significa comprometerse desde la fe en un cambio de la realidad. Este compromiso, forma concreta del seguimiento de Cristo, abarca todas las esferas de la realidad: dimensiones económicas sociales, políticas , culturales, religiosas, familiares, personales. . . Es todo un continente que necesita ser liberado integralmente y que precisa del apoyo de todos. La fe tiene un gran valor liberador, ya que ataca el mal en su raíz: el pecado personal y estructural. Pero además la fe posee una gran fuerza inspiradora, por cuanto presenta la gran Utopía del Reino de Dios y nos ofrece los grandes valores del Evangelio: el amor, la justicia, el perdón, la esperanza, la libertad, la fraternidad, la cruz y la Resurrección. La fe no nos ofrece recetas sociales y políticas concretas, como si del Evangelio se desprendiese un sistema socio-político concreto, pero sí nos presenta horizontes nuevos, inspiración y sobre todo la fuerza del Espíritu del Resucitado que va madurando la historia hacia unos cielos nuevos y una tierra nueva. En esta tarea tenemos el ejemplo de miles de hermanos nuestros que desde la fe se han ido comprometiendo, en diversos campos, para la transformación de la realidad. Algunos de ellos han dado su vida por esta tarea: Mons. O. Romero, L. Espinal, E. Angelelli. . . y otros han padecido persecuciones, deportaciones y exilio. Otros muchos siguen adelante buscando no simplemente mejoras accidentales sino estructurales. El cristiano no puede inhibirse de esta tarea, cualquiera sea su trabajo y vocación.

4. Ser cristiano en América Latina significa solidarizarse con los sectores populares, en esta lucha. Esto supone para los sectores populares el tomar conciencia que del pueblo consciente y organizado han de venir los cambios radicales y que cuentan para ello con el ejemplo y la bendición de Señor, que los llamó bienaventurados y se identificó con ellos. Para los nacidos en otros sectores, significa que sólo solidarizándose con la causa del pueblo pobre y poniendo sus capacidades a su servicio, se podrá llevar adelante un cambio de situaciones. La opción prioritaria de la Iglesia por los pobres se sitúa en esta perspectiva. El objetivo es que la Iglesia de los pobres sea el rostro auténtico de la Iglesia de Jesús, como lo deseó Juan XXIII para la Iglesia universal y los obispos de América Latina. El potencial transformador de los pobres es inseparable de su potencial evangelizador.

5. Seguir a Jesús hoy en América Latina significa entrar a formar parte de una comunidad eclesial concreta, para vivir y alimentar continuamente todas estas exigencias. Las CEBS ofrecen un lugar óptimo para ello (DM 15, 10-12; DP 641-643). Nuestra fe necesita ser continuamente alimentada por la Palabra, celebrada en los sacramentos, discernida y confrontada con los hermanos en la fe, con la tradición y el magisterio eclesial. El análisis de la realidad que nos circunda y el compromiso, deben estar siempre iluminados por la fe en el Señor y por el deseo del seguimiento. Sin ello nuestra postura se reduciría al nivel puramente humano, social, político, etc. Sólo en un clima de fe y de oración, el seguimiento de Jesús puede realizarse. Este seguimiento no se agota en comportamientos éticos sino que debe comenzar la gratuidad del "estar con el Señor", y el sentido contemplativo. El gozo del seguimiento, la esperanza contra toda esperanza, la alegría en medio de los conflictos, sólo puede mantenerse desde la profunda experiencia personal y comunitaria del Espíritu del Señor. Y todo ello sólo se puede realizar en la comunión eclesial, vivida desde una comunidad concreta, abierta al resto de la Iglesia continental y universal.

6. Finalmente como resumen de todo lo dicho, podríamos afirmar que el seguimiento de Jesús en América Latina hoy significa luchar a favor del Dios de la vida. La postura cristiana no puede ser meramente negativa, la lucha contra los dioses de la muerte se orienta a luchar a favor del Dios de la Vida, del Dios creador de la vida, de Jesús que ha venido para que tengamos vida abundante (Jn 10,10), del Espíritu de Vida.

Podríamos resumir todo lo dicho sobre el seguimiento de Jesús en estos diez mandamientos del Dios de la Vida:

1. Creerás que Dios es el Dios de la Vida, que desea la vida en abundancia para todos y no la muerte.

2. No utilizarás el nombre del Dios de la Vida, para atentar contra la vida de nadie.

3. Agradecerás a Dios la vida y la celebrarás como un gran don y una tarea.

4. Defenderás la vida amenazada y honrarás a los que te han dado vida.

5. No matarás de ningún modo la vida, pues la vida es de Dios.

6. Amarás y gozarás la vida sin egoísmos.

7. No te apropiarás de los bienes que han sido creados para que todos vivan.

8. Compartirás la vida con tu pueblo con toda verdad.

9. Trabajarás para que todos tengan lo suficiente para vivir.

10. Pondrás tu vida al servicio de los demás , hasta arriesgar tu vida por la vida de los otros.

Estos diez mandamientos se resumen en dos: Amarás tu vida y la vida de tu pueblo como vida de Dios.

En la medida en que América Latina, pueblo pobre y creyente, camine por este camino, su cristianismo será auténtico y la realidad se acercará a la utopía mesiánica que Isaías describió y Mons. Romero gustaba de repetir a su pueblo:

"Harán sus casas y vivirán en ellas, plantarán viñas y comerán sus frutos.

Ya no edificarán para que otro vaya a vivir, ni plantarán para alimentar a otro.

Los de mi pueblo tendrán larga vida como los árboles, y mis elegidos vivirán de lo que hayan cultivado con sus manos.

No trabajarán inútilmente, ni tendrán hijos destinados a la muerte, pues ellos y sus descendientes serán una raza bendita de Yavé " (Is 65,21-23

Cielo, infierno, purgatorio

Catequesis de Juan Pablo II

Cielo 21 julio 1999
Infierno 28 julio 1999
Purgatorio 4 agosto 1999
La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con Dios 11 agosto 1999


El "cielo" como plenitud de intimidad con Dios

(miércoles 21 de julio de 1999)



1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, "esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha" (n. 1024).

Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del "cielo", para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.

2. En el lenguaje bíblico el "cielo", cuando va unido a la "tierra", indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: "En un principio creó Dios el cielo y la tierra" (Gn 1, 1).

En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2 s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos "el cielo" es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55).

A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de "recompensa en los cielos" (Mt 5, 12) y exhorta a "amontonar tesoros en el cielo" (Mt 6, 20; cf. 19, 21).

3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús "penetró los cielos" (Hb 4, 14) y "no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo" (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: "Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo por gracia habéis sido salvados y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: "Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras" (1 Ts 4, 17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el "cielo" o la "bienaventuranza" en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, "por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él" (n. 1026).

5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar "las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios" (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre "lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1, 20).



El infierno como rechazo definitivo de Dios

(miércoles 28 de julio de 1999)



1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en "un infierno".

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado "de acuerdo con sus obras" (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde "será el llanto y el rechinar de dientes" (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de "fuego que no se apaga" (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un "lago de fuego" a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una "segunda muerte" (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a "una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder" (2 Ts 1, 9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: "Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno" (n. 1033).

Por eso, la "condenación" no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La "condenación" consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.



4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del "sí" y del "no" que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya "no". Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo "sí" a Dios.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar "Abbá, Padre" (Rm 8, 15; Ga 4, 6).



Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: "Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos".



El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios

(miércoles 4 de agosto de 1999)



1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.



Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del "purgatorio" (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).



2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.



Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1 R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).



La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: "Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego" (1 Co 3, 14-15).



3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él "verá la luz" y "justificará a muchos", cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).



El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o "lavado" (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).



4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, "víctima de propiciación" por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).



Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.



El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama "vínculo de la perfección" (Col 3, 14).

5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de "la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos" (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a "purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu" (2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.



Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).



Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: "Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)" (Lumen gentium, 48).



6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).



Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.





La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con Dios

(miércoles 11 de agosto de 1999)



1. Después de haber meditado en la meta escatológica de nuestra existencia, es decir, en la vida eterna, queremos reflexionar ahora en el camino que conduce a ella. Por eso, desarrollamos la perspectiva presentada en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: "Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el "hijo pródigo" (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera" (n. 49).

En realidad, lo que el cristiano vivirá un día en plenitud, ya se ha anticipado en cierto modo ahora. En efecto, la Pascua del Señor es inauguración de la vida del mundo futuro.

2. El Antiguo Testamento prepara el anuncio de esta verdad a través de la compleja temática del Éxodo. El camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida (cf. Ex 6, 6) es como un magnífico icono del camino del cristiano hacia la casa del Padre. Obviamente, la diferencia es fundamental: en el antiguo Éxodo la liberación estaba orientada a la posesión de la tierra, don provisional como todas las realidades humanas; en cambio, el nuevo "Éxodo" consiste en el itinerario hacia la casa del Padre, en una perspectiva de índole definitiva y de eternidad, que trasciende la historia humana y cósmica. La tierra prometida del Antiguo Testamento se perdió de hecho con la caída de los dos reinos y con el destierro de Babilonia, después del cual se desarrolló la idea de un regreso como nuevo Éxodo. Sin embargo, este camino no llevó únicamente a otro asentamiento de tipo geográfico o político, sino que se abrió a una visión "escatológica" que ya preludiaba la revelación plena en Cristo. En esta dirección se orientan precisamente las imágenes universalistas que, en el libro de Isaías, describen el camino de los pueblos y de la historia hacia una nueva Jerusalén, centro del mundo (cf. Is 56-66).

3. El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran espera, señalando en Cristo al Salvador del mundo: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5). A la luz de este anuncio, la vida presente ya está bajo el signo de la salvación. Ésta se realiza en el acontecimiento de Jesús de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero su realización plena tendrá lugar en la "parusía", en la última venida de Cristo.

Según el apóstol Pablo, este itinerario de salvación, que une el pasado con el presente, proyectándolo al futuro, es fruto de un designio de Dios, centrado totalmente en el misterio de Cristo. Se trata del "misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1, 9-10; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1042 ss).

En este designio divino, el presente es el tiempo del "ya, pero todavía no", tiempo de la salvación ya realizada y del camino hacia su actuación perfecta: "Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13).

4. El crecimiento hacia esa perfección en Cristo y, por tanto, hacia la experiencia del misterio trinitario, implica que la Pascua sólo se ha de realizar y celebrar plenamente en el reino escatológico de Dios (cf. Lc 22, 16). Pero el acontecimiento de la encarnación, de la cruz y de la resurrección constituye ya la revelación definitiva de Dios. El ofrecimiento de redención que dicho acontecimiento entraña se inscribe en la historia de nuestra libertad humana, llamada a responder a la invitación de salvación.

La vida cristiana es participación en el misterio pascual, como camino de cruz y resurrección. Camino de cruz, porque nuestra existencia pasa continuamente por la criba purificadora que lleva a superar el viejo mundo marcado por el pecado. Camino de resurrección, porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado el pecado, por lo cual, en el creyente, el "juicio de la cruz" se convierte en "justicia de Dios", es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre la perversidad del mundo.

5. La vida cristiana es, en definitiva, un crecimiento en el misterio de la Pascua eterna. Por tanto, exige tener la mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y, al mismo tiempo, comprometerse en las realidades "penúltimas": entre éstas y la meta escatológica no hay oposición, sino, al contrario, una relación de mutua fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades históricas (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1048 ss).

Se trata de purificar toda expresión de lo humano y toda actividad terrena, para que en ellas se refleje cada vez más el misterio de la Pascua del Señor. En efecto, como nos ha recordado el Concilio, la actividad humana, que lleva siempre consigo el signo del pecado, es purificada y elevada hasta la perfección por el misterio pascual, de modo que "los bienes de la dignidad humana, la comunión fraterna y la libertad, es decir, todos los frutos buenos de la naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal" (Gaudium et spes, 39).

Esta luz de eternidad ilumina la vida y toda la historia del hombre sobre la tierra.

El purgatorio

EL PURGATORIO


A.- Introducción.
Leonardo Boff en su libro "Hablemos de la otra vida", considera que el purgatorio es un proceso de plena maduración frente a Dios.

La muerte es el paso del hombre a la eternidad, por ella se puede decir que acaba de nacer totalmente; si es para bien su nuevo estado se llamará "cielo" y en él alcanzará la plenitud humana y divina en el amor, en la amistad, en el encuentro y en la participación de Dios.

El purgatorio significa la posibilidad que por gracia de Dios se concede al hombre de madurar radicalmente luego de morir. El purgatorio es ese proceso, doloroso como todos los procesos de ascención y educación, por medio del cual el hombre al morir actualiza todas sus posibilidades y se purifica de todas las marcas con las que el pecado ha ido estigmatizando su vida, sea mediante la historia del pecado y sus consecuencias o sea por los mecanismos de los malos hábitos adquiridos a lo largo de la vida.

Ciertamente muchos de nosotros tenemos otras ideas más o menos absurdas acerca del purgatorio; son indignas de la esperanza liberadora del cristianismo porque se ha presentado al purgatorio no como una gracia concedida por Dios al hombre para que se purifique con vistas a un futuro próximo a su lado, sino como un castigo o una venganza divina que mantiene ante sí el pasado del hombre.


B.- Doctrina de la Sagrada Escritura.
Desde el punto de vista histórico, la base bíblica del purgatorio ha sido un permanente punto de fricción entre católicos y protestantes, es por eso que desde el inicio del protes-tantismo, allá por el siglo XVI, los expositores católicos se han esforzado por presentar al purgatorio dentro de una óptica de defensa de la fe.

De las actas de la llamada Disputa de Leipzig, del año 1519, está tomada la proposición 37 de las tesis luteranas condenadas por el Papa León X, que dice lo siguiente: "El purgatorio no puede probarse por la Sagrada Escritura canónica" (Dz 777, Ds 1478). Esta tesis de Lutero se fundamenta en su negación de la canonicidad de los dos libros de los Macabeos, a los cuales considera apócrifos.

A lo largo del tiempo han sido frecuentes las discuciones sobre el valor de los pasajes de la Sagrada Escritura que suelen presentarse a favor de la existencia del purgatorio. Quizás la discución se deba sobre todo a que más que buscar el fundamento bíblico de la doctrina del purgatorio lo que se intenta es aquilatar si los textos contienen todos y cada uno de los elemen-tos que pertenecen a la idea dogmática que se tiene de él, pero que en realidad son fruto de un lento proceso de desarrollo sobre esta materia.

Dice Leonardo Boff que al echar mano de los textos bíblicos es conveniente hacerse una reflexión de carácter hermenéutico, ya que en vano buscaremos un pasaje bíblico que hable formalmente del purgatorio. Los textos, dice Boff, "se deben leer y releer en el ambiente en que fueron escritos, dentro de las coordenadas religiosas y de la fe que reflejan".

1.- Los textos.
1).- 2 Mac 12,40-46.

Uno de los pasajes clásicos en torno al tema que tratamos es el de 2 Mac 12,40-46, que en su texto griego original dice lo siguiente: "Y habiendo recogido dos mil dracmas por una colecta, los envió (Judas Macabeo) a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy bien y pensando noblemente de la resurrección, porque esperaba que resucitaran los caídos, considerando que a los que habían muerto piadosamente está reservada una magnífica recompensa; por eso oraba por los difuntos, para que fueran liberados de su pecado".

El contexto de este pasaje bíblico es el siguiente: Cerca del año 160 a. C., los seguidores de Judas Macabeo se habían enfrentado al ejército invasor del pagano Gorgias, que intentaba obligarlos a que renegaran de su fe, y algunos de ellos perdieron la vida en el combate; pero cuando sus compañeros recogieron los cadáveres para sepultarlos entre sus ropas encontraron amuletos y objetos de culto idolátrico cuya posesión estaba severamente prohibida por la Ley. Así pues, Judas Macabeo se dio cuenta que los soldados muertos por defender su religión merecían una magnífica recompensa, pero al mismo tiempo se habían hecho acreedores a un castigo por su pecado al haber violado la Ley. En estas condiciones fue que decidió que era conveniente "ofrecer un sacrificio por el pecado" en el Templo de Jerusalén, con la esperanza de que quienes habían muerto en defensa de la patria y la religión lograrían el perdón de Dios por su pecado y participarían en la resurrección.

Para la exégesis de este pasaje el autor C. Pozo advierte en su libro titulado "Teología del más allá" los siguientes elementos: 1.- El redactor de este texto, inspirado por Dios, no solamente alaba la acción sino también la persuación de Judas, lo que no podría haber hecho si el modo de pensar de Judas Macabeo hubiera sido equivocado. 2.- Los elementos esenciales del pensamiento de Judas Macabeo son a).- Que los difuntos no han muerto en estado de condenación o enemistad con Dios; b).- Que sin embargo les falta todavía algo para ser salvados; c).- Que todo se hace pensando en su resurrección, para que en ella reciban la misma suerte que los demás judíos piadosos.

2).- 1 Cor 3,10-15.17

Mucho se ha discutido sobre el valor probativo de la existencia del purgatorio contenido en los pasajes de la Carta de Pablo a los Corintios en los que se dice que los obreros apostólicos deben de seleccionar cuidadosamente los materiales que empleen en la edificación de la Iglesia: "Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día que ha de revelarse por el fuego. Aquél, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél, cuya obra quede arrasada, sufrirá daño. El, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego... Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario".

El texto anterior, nos dice el autor Ruiz de la Peña en su libro "La otra dimensión. Escatología cristiana", parece clasificar a los predicadores del Evangelio en tres categorías: 1.- Los que han usado buenos materiales y recibirán recompensa; 2.- Los que en vez de edificar han destruido, serán destruidos ellos mismos; 3.- Aquellos que habiendo edificado, no han sido suficientemente escrupulosos en la elección de los materiales. A estas tres clases de apóstoles corresponderían tres diferentes retribuciones: el premio de la vida eterna, el castigo de la muerte eterna, y la corrección dolorosa (salvarse pasando a través del fuego) que implicaría la doctrina del purgatorio.

Todo el pasaje anterior está redactado en un estilo alegórico, en donde las epxresiones "el día" y "el fuego" pertenecen a las bien conocidas imágenes apocalípticas del Juicio Final; entender "el día" como designación de un supuesto juicio particular o "el fuego" como la expiación de una pena en el purgatorio es violentar el sentido del texto. Por otra parte, puesto que Pablo sitúa la escena de su Carta a los Corintios en el último día del mundo, cuando según la dogmática ya no habrá purgatorio, parece poco fundamentado deducir de este pasaje una enseñanza sobre un estado purificador situado entre la muerte de la persona y el Juicio Final, en el que, según el versículo 15, el daño que sufrirá el penado no será tal que implique condenarse; se salvará, pero con dificultad y angustia.

En resumen, más que hacer hincapié en éste o aquél texto cuestionable, sería preferible fijarse en ciertas ideas generales que son clara y repetidamente enseñadas en la Biblia y que pueden considerarse como el núcleo germinal de nuestro dogma, una de ellas es la constante persuación de que sólo una absoluta pureza es digna de ser admitida en la visión de Dios.

El complicado ceremonial de culto israelita tendía a impedir que compareciesen ante Yahweh los impuros, incluso si su mancha consistía en meras impurezas legales; por eso el terror de ver a Dios cara a cara (Ex 20,18ss), tan común entre el pueblo, procedía de una viva conciencia de indignidad e impreparación. Asímismo, diversos pasajes del Nuevo Testamento ratifican la exigencia de una total pureza para poder participar de la vida eterna, por ejemplo "Bienaventurados los límpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8); "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48); "Nada profano entrará en ella (en la Nueva Jerusalén)" (Ap 21,27).

Otra idea, quizá la más importante y el verdadero fundamento teológico de la doctrina del purgatorio, es la responsabilidad humana en el proceso de justificación, que implica la necesidad de una participación personal en la reconciliación con Dios así como la aceptación de las consecuencias penales que se derivan de los propios pecados. Como un ejemplo de esto, en 2 Sam 12,13ss se recoge un caso típico de separación entre culpa y pena, allí el perdón de Dios no exime a David de sufrir el castigo de su pecado.

Estas ideas nos descubren la posibilidad de que algún justo que haya muerto sin haber alcanzado el grado de madurez espiritual requerida para vivir en comunión con Dios, la logre mediante una complementaria purificación extraterrena, ya que la legitimidad de los sufragios por los muertos está garantizada por un uso que se remonta al judaísmo precristiano.


C.- La doctrina de los Concilios.
La doctrina católica sobre el purgatorio adquirió su forma eclesiástica definitiva en dos concilios medievales en los que intentó restablecer su unidad con la Iglesia de Oriente. Los cristianos de oriente no habían tenido ningún punto de controversia con la Iglesia latina sobres esta doctrina sino hasta el siglo XIII, cuando ocurrieron estos concilios.

1.- Concilio de Lyon, año 1274.
Según el autór Ruiz de la Peña, en su obra antes citada, la oposición de parte de los teólogos orientales a la doctrina católica sobre el purgatorio se limitó durante el concilio de Lyon a tres aspectos, que son los siguientes:

1.- El carácter local del purgatorio, al cual los orientales entendían como un estado y no como un lugar.

2.- La existencia de fuego en el purgatorio, que les recordaba la herejía origenista de un infierno temporal.

3.- Sobre todo la naturaleza expiatoria, penal, de un estado que ellos consideraban purificatorio, en el cual los difuntos madurarían gracias a los sufragios de la Iglesia y no por soportar un castigo.

Este último elemento es el que nos da la clave del desacuerdo doctrinario: se trata en última instancia de una consecuencia de dos modos diferentes de concebir la redención subjetiva. Para los orientales la justificación del hombre se entiende como un proceso de divinización progresiva que lo va devolviendo a la imagen de Dios por un proceso paulatino de purificación.

2.- El concilio de Florencia, año 1239.
La discrepancia con la Iglesia de Oriente fue abiertamente afrontada durante el concilio de Florencia, en el que se reconoció la parte de razón que correspondía a la crítica de los orien-tales, y en consecuencia se omitieron del texto dos componentes que intervinieron en el de Lyon: que el purgatorio es un lugar y que entre sus penas se encuentra la de soportar el fuego. Pero el concilio de Florencia también formuló la siguiente definición: "Además, si habiendo hecho penitencia verdaderamente, murieron en la caridad de Dios antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por los pecados de comisión y de omisión, sus almas, después de la muerte, son purificadas con penas purgatorias; y para ser librados de estas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de la misa, las oraciones y las limosnas, y otros oficios de piedad que suelen hacerse, según las instituciones de la Iglesia" (Dz 693).

En suma, las tres notas que integran el concepto dogmático del purgatorio son: 1.- La existencia de un estado en el que los difuntos no enteramente limpios de culpa son "puri-ficados"; 2.- El carácter penal de ese estado, y en este punto la Iglesia no ha creído poder ceder a los requerimientos de los orientales, si bien no llega a precisar en qué consisten concre-tamente esas penas; 3.- La ayuda que los sufragios de los vivos prestan a los difuntos que se encuentran en ese estado de purificación.

3.- El Concilio de Trento.
Junto con la Reforma, el siglo XVI trajo otro períoro crítico para la doctrina del purga-torio. En 1519 Lutero señaló que no se encontraba fundamento alguno para esta doctrina en las Escrituras canónicas, pero continuó creyendo en su existencia basándose principalmente en la tradición patrística, sin captar la incoherencia que esto introducía en su sistema; sin embargo cuando poco después compareció ante la Dieta de Augsburgo ya condicionaba su existencia, y por último sus conclusiones en contra cristalizaron en el manifiesto "Widerruf von Fegfeuer" (Retractación del Purgatorio) que escribió en 1530.

Por parte del concilio de Trento, es significativo el hecho de que solamente haya aludido al purgatorio desde el punto de vista doctrinal en uno de sus cánones del Decreto sobre la Justificación; en él dice lo siguiente:

"Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se borra el resto de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda resto alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada del Reino de los Cielos, sea anatema" (Secc. VI, canon 30).

Este canon no representa ninguna novedad respecto a lo definido en Florencia, pero sitúa la controversia interconfesional en el lugar que le corresponde, o sea en la temática del proceso de remisión de los pecados y la santificación del hombre. Por lo demás, en el campo disciplinar Trento emitió un decreto animado por un sano espíritu de autocrítica, en el que prohibe exponer la doctrina del purgatorio recargándola de aditamentos inútiles. Dice este decreto lo siguiente:

"Puesto que la Iglesia católica, ilustrada por el Espíritu Santo, apoyada en las Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados concilios, y últimamente en este ecumúnico concilio, que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles, particularmente por el aceptable sacrificio del altar, manda el santo concilio a los obispos que diligentemente se esfuercen para que la sana doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los santos Padres y por los santos concilios, sea creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo. Delante, empero, del pueblo rudo, exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado difíciles y sutiles, y las que no contribuyan a la edificación, y de las que la mayor parte de las veces no se sigue acrecentamiento alguno de la piedad. Igualmente no permitan que sean divulgadas y tratadas las materias inciertas y que tienen apariencia de falsedad. Aquellas, empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como escándalos y piedras de tropiezo para los fieles".

4.- El concilio Vaticano II.
En la Constitución Dogmática Lumen Gentium No. 49, el concilio Vaticano II describe la realidad eclesial en toda su amplitud y coloca al purgatorio como uno de los tres estados eclesiales al decir "Algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados".

Más adelante, en el número 50, se recuerda la práctica de la Iglesia de orar por los fieles difuntos —práctica que se remonta hasta los tiempos primitivo— y con las palabras de 2 Mac 12,46 alaba este uso diciendo "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos, para que queden libres de sus pecados". En el número 51 el concilio propone de nuevo, trayéndolos así a la memoria, los acuerdos de los concilios de Florencia y Trento en las partes que se refieren al purgatorio y a la oración por los difuntos.

Con lo que hasta aquí se ha dicho se pone en claro el significado esencialmente cristiano de la doctrina del purgatorio: Se trata de un proceso radicalmente necesario para la trans-formación del hombre, gracias al cual se hace apto para recibir a Cristo, apto para recibir a Dios, y en consecuencia apto para entrar en la comunión de los santos.

5.- Bibliografía específica.
La bibliografía que hace referencia particularmente a los temas tratados en este capítulo es la siguiente:

Pozo C.: Teología del más allá. Madrid, 1969, pp. 240-254.

Boff L.: Hablemos de la otra vida. Bilbao, 1985, pp. 59-71.

Ratzinger J.: Escatología. Barcelona 1980, pp. 204-216.

Ruiz de la Peña: La otra dimensión. Escatología cristiana. Madrid, 1975, pp. 327-343.